Siempre he defendido que Granada no es una ciudad especial, que aquí no ocurren cosas que no puedan suceder en cualquier otro lugar del mundo. Las ciudades son como sus habitantes, y los humanos nos parecemos mucho y nos comportamos de forma muy parecida estemos donde estemos y seamos de donde seamos. El vecino siempre será el primer rival y el extranjero el enemigo. Da igual que vivas en Chicago o en Pinos Genil tus relaciones sociales acaban restringidas a un número limitado de personas con las que estableces ciertas reglas de juego que van del marcaje al hombre a la pena máxima, pasando por el “al enemigo ni agua”. Lo que cambia entre Chicago y Pinos es la escala con la que se miden y la frecuencia con la que se producen. El roce favorece la fricción.
En este sentido Granada sí es una sociedad de escala pequeña en la que los vecinos conocemos a nuestros vecinos, los marcamos de cerca y con frecuencia envidiamos sus triunfos. Cuando Jesús Quero llegó a la Alcaldía de Granada, un compañero del colegio me dijo, llevándose las manos a la cabeza, que cómo podía ser alcalde Jesús si había jugado con él al billar un montón de veces. Claro, aquel compañero de pupitre, en su aviesa miopía, se estaba autorretratando con la mirada fija en el ombligo. Esa cercanía, esa vecindad envidiosa alimenta celos y teje celadas para mayor gloria del fracaso colectivo. Cuanto peor, mejor, podría ser el eslogan de este ejercito de zapadores en que nos hemos convertido.
Digo esto porque me escuece el desenlace que han tenido las negociaciones sobre la consolidación del Legado del pintor José Guerrero en la ciudad de Granada. Tengo el presentimiento de no conocer toda la verdad sobre los puntos conflictivos o irrenunciables que han conducido a la penosa situación de empaquetar los cuadros y mandarlos de vuelta a casa. Me parece que faltan detalles por conocer que justifiquen las posturas mantenidas por los herederos y por la Diputación de Granada. ¿Se trataba de acordar partidas económicas, reparto de poder o representatividad? ¿Cuáles eran las posturas oficiales de unos y otros a la hora de negociar? ¿Hablaban un doble lenguaje o es que la letra del contrato era demasiado pequeña? ¿Existía alguna animadversión no explicita entre los negociadores que los hacía irreconciliables de antemano?
Por último, aunque sólo sea para desmentir a los apóstoles de la maldición colectiva e insoslayable que pende sobre Granada, creo importante recordar que las decisiones de un lado y otro no las ha tomado un ente abstracto granadino, sino personas con responsabilidades civiles, profesionales y morales que tienen su nombre y sus apellidos.
Granada se merece alguna explicación más.