Lejos de aquel valle, en la penumbra de una casa sin día, vivía un equilibrista al que una sombra negra había borrado la risa. Cierta mañana, cuando el Sol encendía el palacio de la colina roja, una mujer se presentó ante él y le dijo: “Oriente”. Después señaló un lugar en el aire y fijó con puntualidad exacta la hora de una cita.