DESPUÉS DE «UN CUENTO CHINO»

Siempre he considerado que un cuadro nos cuenta más del pintor que de lo representado en él. Terminada en Granada la exposición Un cuento chino me quedo con algunos detalles inolvidables. La fidelidad y el cariño que las amigas y amigos a quien pedí colaboración me han demostrado, las palabras emocionadas de algunos espectadores y el haberme contado mi propia historia para poder contársela a mi hija después.

Más adelante, cuando el tiempo permita observar con perspectiva los hechos, volveré a hablar sobre la exposición. Ahora voy a copiar en este medio los textos que enriquecen el catálogo del cuento chino. Empiezo por el principio, es decir, con el de Andrea Villarrubia.

Ni hao

Conocimos a Julia Shan recién llegada de China. Aún no sabía hablar, pero cuando la saludé y, después de besarla, le dije ni hao, que en chino quiere decir hola, y que fue la primera expresión que aprendí al iniciar nuestra estancia en Beijing. En ese momento percibí un destello en sus ojos, que me observaron con sorpresa e intriga. No he olvidado aquella mirada. Era la primera vez desde su llegada a España, y después de su largo viaje, que escuchaba lo que sus oídos estaban acostumbrados a oír, pero en ese momento, en la plaza de Bibarrambla, y dichas por una extraña, esas palabras causaron estupor en una niña refugiada en los brazos de su madre.

He recordado aquella escena con motivo de la nueva exposición de Juan Vida, cuyo asunto central, monográfico, es la historia del viaje a China en busca de su hija, Julia Shan. No es la primera vez que Juan Vida ha reflejado en sus cuadros aquella experiencia, pero hasta ahora las referencias habían sido esporádicas, diseminadas en exposiciones y catálogos. Eran preludios de lo que un día llegaría. Ahora, aquel viaje y aquel encuentro reclaman toda la atención y todo el protagonismo.

Los cuadros expuestos pueden ser mirados como estampas de una confidencia sentimental, de una historia cuyo sentido más profundo proviene de la felicidad de la relación de Juan Vida con Julia Shan. Para quienes emprenden un incierto viaje al otro extremo del mundo en busca de una hija, todo lo que sucede en el trayecto queda grabado en su memoria de una manera indeleble. No sólo los colores, los sonidos o los aromas, sino también las palabras, las incertidumbres o los sueños previos al encuentro. Hay quienes limitan esa experiencia al ámbito privado o incluso la confinan silenciosamente en la memoria personal, pero hay quienes, como ocurre con Juan Vida, tienen la voluntad y la potestad de mostrarla recreada, engrandecida.

El título de la exposición, Un cuento chino, puede confundir. En nuestra imaginación, un cuento chino está asociado a la inverosimilitud, la desproporción, el engaño. Juan Vida juega con esa locución y la dota de un nuevo sentido. Convierte su ‘cuento chino’ en sinónimo de verdad, amor, esperanza. Como muchos cuentos, la exposición narra la historia de un logro, un acontecimiento cuyo escenario es China. Las ficciones, como otras formas de arte, lejos de desfigurar la experiencia la iluminan, la hacen más ordenada y comprensible. Pero aunque los cuentos hablan de la realidad de un modo sutil e indirecto no ocultan su esencia. Al contrario, la resaltan. Las imágenes que conforman este cuento permiten entender mejor lo que no siempre es evidente, lo que suele quedar en la penumbra de la intimidad.

Como tantos padres, a los que gusta inventar historias en las que los hijos están involucrados en la trama, Juan Vida narra una historia en la que su hija es la protagonista. Sin embargo, a diferencia de tantos cuentos nocturnos improvisados, en los que los hijos son trasladados a espacios figurados y remotos, la exposición invierte el itinerario y da cuenta del ingreso de Julia Shan en los lugares domésticos de sus padres. El escenario de este renovado ‘cuento chino’ es el valle del Genil, el espacio cotidiano donde se desarrollará su vida en adelante. Es ahí, entre cerros y alamedas, donde la naturaleza despliega sus enseñanzas, donde la voz del padre desvela y guía. Conocer el nuevo hogar es fundamental para moverse no sólo en el espacio físico sino en la inestable geografía de los sentimientos. La hija debe aprender las claves de un territorio desconocido y ese conocimiento es el mejor legado que un padre puede otorgarle. Y aunque ella es la destinataria de esa historia de vacilaciones y expectativas,  y aprendizajes, los espectadores de la exposición, al mirar los cuadros y leer los textos, se convierten de inmediato en testigos de la confidencia. A ellos, curiosos y anónimos paseantes, también confía el pintor la experiencia que alteró su vida como pocas veces ocurre.

Lo que Un cuento chino muestra es algo tan delicado como el sentimiento de la paternidad, el ejercicio de una actividad que tiene que ver con el afecto, la protección y la educación. Los cuadros y los textos son aperturas a emociones y pensamientos que, por lo general, se ocultan por pudor. Porque la exposición, aunque se refiere a una hija, habla en realidad de un padre. De la memoria y las esperanzas de un padre. Lo que los cuadros muestran y los textos narran es la conmoción sentimental que provoca el encuentro de un padre con una hija y los sueños que la hija despiertan en él. Las imágenes y las palabras son una declaración de amor y también una declaración de intenciones. El padre pinta sus recuerdos y escribe sus deseos. Recuerda la ansiedad, la búsqueda, el viaje, el encuentro; desea el bienestar, la memoria, el conocimiento, la felicidad. La memoria alienta los propósitos, de la misma manera que los propósitos avivan la memoria.

Hay en el texto una mención significativa. Al hilo de la narración de su memoria como padre, Juan Vida desliza una referencia a su historia como hijo. La relación con su padre –un tema recurrente en muchos de sus cuadros– aparece tenuemente en el relato. El tacto de la mano de su hija en la suya le evoca el tiempo en que él era quien escondía su pequeña mano en la de su padre. Su infancia se presenta como un motivo de reflexión y estímulo. Mirar atrás es una forma de seguir adelante. De ese modo, presente y pasado se conciertan, se dan la mano.

Juan Vida, que suele contar hermosas historias mediante la pintura, ha querido en esta exposición utilizar el lenguaje verbal para extender el sentido de lo que los propios cuadros y sus títulos indican. Poner palabras a ese relato de amor paternal entraña riesgos, entre otros, el desbordamiento sentimental. A menudo, la frontera entre la intensidad emocional y el artificio es muy endeble. La contención y la exactitud necesarias para hacer creíble la narración de la felicidad pueden verse sustituidas por estereotipos verbales que la vuelven amanerada y endeble. Hablar de la desdicha es menos comprometido, siempre parece menos proclive a la afectación. En las historias de amor, y más aún si se relacionan con la infancia, lo menos es siempre más. Juan Vida ha sabido sortear los obstáculos.

Es a la vez excitante y comprometido observar el proceso de creación de un artista. O más específicamente, el proceso de escritura de un pintor que trata de añadir palabras a sus imágenes. Es excitante porque se asiste a la ardua tarea de la elaboración de un discurso verbal que dé cuenta más o menos fiel de un proceso paralelo de pintura. Y es comprometido porque siempre se teme que cualquier intervención externa altere el proceso. La conversación aparece entonces como una oportunidad para la reflexión compartida. Y ése ha sido el privilegio que hemos tenido.

Los textos y los cuadros de Un cuento chino narran un tránsito personal de la tristeza a la felicidad, de la ausencia a la plenitud. El protagonista de ese trayecto es un hombre –¿acaso un pintor?– que se considera a sí mismo un ‘viejo equilibrista’. ¿Por qué un equilibrista? Podríamos entenderlo como sentimiento y metáfora. El equilibrista es alguien que transita por la cuerda fina y tensada sabiendo que cualquier descuido puede ser fatal. Tal vez sea la definición que mejor cuadre a alguien que tiene conciencia de la insuficiencia de una vida sin continuidad filial. El equilibrista del cuento se sabe vulnerable pero también confiado. Por eso no duda en emprender el viaje que lo conducirá al lado de la cuerda, es decir, al otro lado del mundo. Al comienzo de una regeneración. Al final de la travesía, el equilibrista sabe que encontrará la seguridad, la firmeza que otorga la compañía de la hija. El riesgo se vuelve así un acto de amor, una promesa.

Un amor que busca manifestarse no sólo en caricias y protección sino en palabras. El equilibrista muestra una gran confianza en la potestad educadora de las palabras. Espera que hablándole a su hija de colores, formas, sonidos, animales, ríos, historia, sueños… pueda inculcarle inteligencia, curiosidad, pasión, memoria. Las palabras aparecen como una bienvenida, como una garantía de apertura al mundo. Expresan los íntimos deseos de quien sabe que el conocimiento otorga libertad y fortaleza. Y también comprensión. De ahí su afán por lograr que su hija no olvide de dónde viene y dónde vive.

La exposición Un cuento chino puede verse y leerse como una confesión íntima, pero también como una historia abierta, que alienta la evocación y el descubrimiento. El desplazamiento de la mirada del lienzo al texto y del texto al lienzo permite a los espectadores entender más profundamente la imaginación de un padre, de un pintor que rememora y anhela.

ANDREA VILLARRUBIA