Sin embargo, la risa no ha estado siempre ahí. Se formó al roce con la Naturaleza, como se formaron las máscaras del miedo, del dolor o del asco. Dicen que surgió para afianzar la cohesión del grupo después del peligro o de la victoria. Sea como fuere, lo cierto es que pertenece a nuestra biología con tal arraigo que puede accionar músculos de nuestro cuerpo de forma involuntaria, al igual que el corazón se acelera ante el peligro. Se trata de signos universales con los que le decimos a los otros que compartan nuestra alegría, que huyan rápido que un peligro acecha, que el dolor nos muerde, o que no coman la manzana que está podrida. Señales de un lenguaje anterior a las palabras que descienden por la sima de la evolución hasta el tronco común de los primates.
Imagino que las primeras palabras serían, como la risa, exhalaciones entrecortadas del aliento en forma de gruñidos o gemidos que acompañaban a los gestos de la cara y del cuerpo; chasquidos de la lengua contra el paladar y los dientes; bufidos bilabiales que expresaban deseos, órdenes o repulsa; murmullos que nombraban las cosas.
Al final del Pleistoceno el cerebro humano había experimentado ya las espectaculares transformaciones que permitieron al homo sapiens crear su universo simbólico. Pero mucho antes, en el Pleistoceno Inferior, el homo erectus había generado, erguido sobre sus pies, la nueva geografía del equilibrio. Cuando aquel pitecántropo cogió un pedernal en su mano, le golpeó en un lado y después en el otro hasta fabricar un hacha de dos caras, no sólo estaba construyendo una herramienta que le reportaría decisivas mejoras en sus condiciones de vida, también fundaba las bases de un principio de simetría, asociado para siempre a su condición de animal bípedo.
Probablemente, ante los contínuos éxitos de las bifaces, aquellos humanos primitivos aprendieron a saltar de alegría golpeando los troncos, gritando en grupo y pintándose el cuerpo con la sangre del animal cazado.