La publicación de El origen de las especies (1859), contó con la aprobación de la práctica totalidad de la comunidad científica de la época, a excepción, claro está, de la resistencia creacionista. “Mi obra ha sido excesivamente elogiada” escribe Darwin en su Autobiografía, si bien es cierto que unas líneas más arriba se lamenta de que sus opiniones hubieran sido «burdamente malinterpretadas y acérrimamente combatidas y ridiculizadas…”
El origen de las especies es, sin lugar a dudas, una de las obras más decisivas en la historia de la ciencia contemporánea, tanto por su radicalidad como por su carácter inaugural y abierto. Precisamente por no haber cerrado ninguna de las puertas que él mismo abrió, Darwin no las tenía todas consigo, y en la mencionada Autobiografía, confiesa que, una vez publicada la primera edición, continuó desenredando las interrogantes que la selección natural no llegaba a explicar con absoluta certidumbre. “En aquel momento, dice Darwin, no tuve en cuenta un problema de gran importancia, […] la tendencia de los seres orgánicos de una misma cepa a presentar divergencias en sus caracteres en la medida que se modifican.”
Entre 1868 y 1871 escribió El origen del hombre y de la selección en relación al sexo, con la intención de arrojar, según sus propias palabras, “luz definitiva sobre el origen del hombre y su historia”. “En cuanto me convencí de que las especies eran producciones mutables, no pude evitar creer que el ser humano debía hallarse bajo la misma ley”. De este modo, la cascada de preguntas y conclusiones siguió desbordándose en una segunda edición ampliamente corregida, publicada en 1874. “Me sentí tanto más contento de hacerlo porque me brindaba la oportunidad de analizar a fondo la selección sexual, tema que siempre me ha interesado mucho”.
Resumiendo, el argumentario que Darwin construyó para explicar el mecanismo que rige el comportamiento sexual de los animales y sus efectos morfológicos, fue el siguiente: por un lado, existe la selección intraxexual, que es la que hace crecer en los machos músculos de acero y cuernos como sables con los que compiten entre sí para quedarse con la exclusiva del apareamiento; y por otro, la selección intersexual, o epigámica, en la que es la hembra quien elige el mejor padre para sus crías, y que tiene como consecuencia el desarrollo en los machos de rasgos no relacionados directamente con la selección natural. En la mayoría de las especies son los machos los que se acicalan con sus mejores galas y habilidades, mientras que las hembras, más discretas, eligen pareja.
Darwin se preguntó por la utilidad biológica de algunos de estos rasgos a los que calificó como exagerados, y que más que para ayudar a la supervivencia de la especie, parecen diseñados para terminar con su existencia. Por ejemplo, los llamativos trinos de los pájaros, los intensos colores de algunos peces o las espectaculares plumas de la cola de los pavos reales. En efecto, según la lógica de la supervivencia carece de sentido que el pavo se exhiba orgulloso por los bosques con semejante caseta de feria a la espalda, diciéndole a los depredadores, venid y comedme que os prometo que apenas puedo correr ni volar. En una carta dirigida a William Asa Gay en 1860, Darwin escribe: «…particularidades secundarias de la estructura me ponen muy intranquilo. ¡Cada vez que observo una pluma de la cola del pavo real me enfermo!»
La solución que propone Darwin es que los rasgos exagerados funcionan como reclamo sexual mediante el cual el pavo real expone su capacidad reproductiva a la pava diciéndole, mira qué arte tengo y qué buenos son mis genes que a pesar de todo esto que llevo encima mi estirpe ha surcado victoriosa a través de cientos de miles de años. Así pues, la respuesta a la exagerada cola del pavo real reside en la capacidad de elección de la pava, aunque lo que Darwin nunca llegó a explicar es el mecanismo por el cual la hembra decide quién será su pareja.
Por último, en El origen del hombre y de la selección en relación al sexo, Darwin introduce la propuesta de atribuir a la selección sexual el desarrollo del lenguaje, entendido éste como señal y garante de salud genética en el cortejo sexual de los humanos. Pero el lenguaje es, como poco, cosa de dos, por lo que a las voces del galanteo del macho, debió corresponder la hembra con otro galanteo verbal sincronizado en la misma frecuencia. ¿O es que sólo hablaban los machos humanos mientras que las hembras se limitaban a dejarse seducir en silencio por las embelesadas palabras masculinas?
Inevitablemente me vienen a la memoria los versos de Rubén Darío:
El jardín puebla el triunfo de los pavos reales.
Parlanchina, la dueña, dice cosas banales,
y vestido de rojo piruetea el bufón.