27 de junio de 2009
En el yacimiento de Hohle Fels, al sur de Alemania, un equipo de arqueólogos ha descubierto, entre figuras y amuletos tallados en marfil, un grupo de ocho instrumentos musicales. Entre ellos, una flauta de cinco agujeros datada en unos 40.000 años de antigüedad. Es decir, 8.000 años anterior a las pinturas de Chauvet, 23.000 años antes que los bisontes de Altamira. Parece ser que en un tiempo muy anterior a la invención de la agricultura, cuando los neandertales aún poblaban las cuevas de lo que hoy es Europa, el homo sapiens ya se reunía en torno a las cinco notas de una flauta.
El instrumento, de cerca de 22 centímetros de longitud, está fabricado en hueso de buitre y consta de cinco agujeros que componen una escala perfectamente cifrada. Sobre el hueso del ave, unas marcas longitudinales indican el lugar exacto en el que debía hacerse cada una de las perforaciones, lo que implica el conocimiento de una técnica avanzada, que a su vez habla de en una larga tradición constructiva.
La noticia, que en sí es impresionante, me hace pensar en el momento remoto en que la flauta fue abandonada. ¿Se le perdió a su dueño en la huída precipitada ante el peligro inminente? ¿Sería parte del ajuar funerario de un chaman? ¿Se trata de los restos de un taller, o simplemente fue olvido?
Cuando analizamos las pinturas rupestres, después de emocionarnos por su belleza y antigüedad, nos preguntamos para qué fueron hechas, cuál era su fin último. Cuando pienso en la flauta de Hohle Fels esa pregunta se me diluye: ¿para qué servía la flauta?, para hacer música. ¿Para qué sirve la música?, para ser escuchada. Dicen que alguien preguntó a Picasso el significado de uno de sus cuadros, a lo que contestó que a nadie se le ocurre preguntar por el significado de un pájaro.
Imagino el momento estelar del descubrimiento, la emoción de los arqueólogos en el instante de colocar sus dedos sobre los cinco agujeros con la misma delicada precisión que los primitivos dedos lo hicieron; la tentación de poner sus labios en el mismo lugar que los puso aquel homo sapiens y hacer sonar una escala exactamente igual a la última que salió del instrumento hace 40.000 años, poblando la cueva de la magia fugaz e irrepetible de la música.
Todo esto me trae a la memoria los versos de Rafael Alberti en la nostalgiosa “Canción 8” : Entré en el patio que un día / fuera una fuente con agua. / Aunque no estaba la fuente, / la fuente siempre sonaba. / Y el agua que no corría / volvió para darme agua.