7 de agosto de 2009
A cierta edad uno se acerca a la consulta del médico con el ánimo más vencido que convencido. Sabes que hasta el menos capacitado de ellos puede encontrar facilmente más de una avería en el enredo fronterizo de las analíticas. He comprobado que, salvado el escollo patibulario de las nombres innombrables, te invade una sensación de contrición y reencuentro contigo mismo que te altera las costumbres. En el pueblo donde vivo conocí a un hombre singular, el Turrón, al que una mañana le dijo la doctora que era posible que tuviera problemas de arteriosclerosis y por la tarde ya estaba sentado en la puerta de su casa haciendo pleita. Dejó su frenética actividad de hacelotodo y se vio a sí mismo como el anciano que no era. A mi cuñado, en una revisión médica en el trabajo, le detectaron cierta arritmia en el pálpito del corazón, y el hombre ha entrado en un proceso de introspección ascética que le está llevando directamente al conocimiento, por ahora imposible, del interior del átomo y de la mecánica cuántica en grosso modo.
Sobre este tema no quiero entrar ni siquiera de puntillas, por la misma razón que no se me ocurriría tocar de oído en una filarmónica. Pero me preocupa la facilidad con que está penetrando la tendencia de convertir las dudas ideológicas de los físicos cuánticos, en doctrinas filosóficas de carácter místico. Ante la imposibilidad de comprender el Universo, el espacio y el tiempo sólo cabe, por el momento, la vieja disyuntiva tomista: creer o no creer; tener fe o no tenerla. Hasta aquí todos de acuerdo. Ahora bien, especular con la existencia del espacio, del tiempo y de la materia me parece entrar en el terreno ideal y tramposo de las aporías, argumentaciones lógicas desvinculadas de la realidad ponderable.
Saber si los neutrones son ondas o partículas imagino que será decisivo para conocer el origen del Universo, pero no creo que modifique los efecto de la fisión nuclear que calienta la materia que hay a su alrededor. Por ejemplo la realidad material de Hiroshima y Nagasaki a primeros de agosto de 1945.
“…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”, escribió Juan Ramón Jiménez. Y en efecto, Los pájaros, las piedras, los ríos, seguirán transformándose en materia y en vida más allá de la percepción que de ellos tengamos cada uno de nosotros. Percibir es aprehender, pero también interpretar la realidad construyendo una particular manera de ver el mundo dentro del fluido ideológico de la formación social en que nos ha tocado vivir.
El tiempo pasa y la materia pesa. Nuestra vida siempre vive en el presente, pero el pasado también vive en el conocimiento generado por la experiencia sensorial, y en la materia evolucionada de nuestro organismo, que no es otra cosa que el resultado de millones de experiencias genéticas hundidas en las profundidades abisales de una sima del tiempo que conduce inevitablemente a la pregunta primigenia sobre la materia: infinita o finita; crada o no creada. ¿Hasta cuándo una cuestión de fe?