22 de agosto de 2009
Tengo la costumbre de bajar temprano con mi hija a la playa. Antes de las diez ya hemos colocado nuestra sombrilla rosa princesa sobre las huellas de los tractores que limpian la arena, y a disfrutar de las olas recién estrenadas. Esta mañana, sobre las once, hemos oído un trajín a nuestra espalda, y al volver la cabeza la hemos visto sentada bajo la sombrilla, con las manos sobre los muslos y los ojos chispeantes y cómplices en medio de una cara inmensamente feliz.
Ha pasado la noche dando vueltas en su litera, cuidando de no despertar a los gemelos que duermen en la de arriba, y con un ojo abierto esperando que llegue la mayorcilla para abrirle la puerta sin que su padre se entere. Ha saltado de la cama temprano para poder entrar en el baño sin prisas. Ha recogido la ropa de las cuerdas, los vasos, la ginebra y las colillas de anoche. Ha ido a por pan, verdura y fruta. Ha pasado un paño por la cocina antes de preparar dos medias de abajo sin miga con aceite y sin sal, dos enteras para mantequilla, una integral de molde con aceite, galletas con y sin calorías, cafés y colacaos con leches natadas y desnatadas. Ha bajado a por churros y de camino se ha subido el Marca.
Para coger sitio, su hija la ha mandado a la playa con los niños, dos sombrillas, tres butacas de rayas, las toallas y el bolso con las gafas, gusanitos, un paquete de galletas, las burbujas y la crema de protección 25. Ha colocado las sombrillas, abierto las butacas, extendido las toallas, embadurnado a los niños de crema, les ha puesto la burbuja y las gafas, y se ha sentado. A eso de las 11 de la mañana ha gritado misteriosamente feliz: ¡Hasta el mismísimo!