7 de junio de 2009
El pintor de hoy está más fuera de juego que nunca.
Desde la aparición del romanticismo, desde la aparición del sujeto moderno, el artista vive preso de una gran contradicción: la de su propia libertad creativa. Y es que esta libertad, pilar esencial en la construcción del arte moderno, despliega en el pintor las alas de su ingenio expresivo a cambio de abrirle las puertas del abismo más profundo: el de sus propias limitaciones. El artista moderno ha de extraer de sí mismo sus emociones más íntimas y mostrarnos su “genio” singular e irrepetible en cada cuadro. Este proceso introspectivo le conduce a estrellarse de forma inevitable contra los límites de su memoria, contra su pequeño mundo molecular.
El ejercicio de ir y venir hasta los huecos más recónditos de su experiencia, provoca en el artista la emergencia patética de su universo íntimo, con sus pasiones, sus fobias, y sus miedos. Exprimida su memoria, desnudo y desarmado, el artista no encuentra nada más que contar y camina en círculo aireando los pertrechos que dan consistencia a su ser y le defiende del mundo exterior.
Acosado y derribado por la dinámica cambiante y destructiva de las modas del mercado, el pintor queda a merced de una maquinaria implacable que le resulta ajena y que le convierte en pieza desechable en el engranaje del negocio del arte.
Lo que digo, fuera de juego y sin tocar el balón.