FUERA DE JUEGO Y SIN TOCAR EL BALÓN

7 de junio de 2009

El pintor de hoy está más fuera de juego que nunca.

Desde la aparición del romanticismo, desde la aparición del sujeto moderno, el artista vive preso de una gran contradicción: la de su propia libertad creativa. Y es que esta libertad, pilar esencial en la construcción del arte moderno, despliega en el pintor las alas de su ingenio expresivo a cambio de abrirle las puertas del abismo más profundo: el de sus propias limitaciones. El artista moderno ha de extraer de sí mismo sus emociones más íntimas y mostrarnos su “genio” singular e irrepetible en cada cuadro. Este proceso introspectivo le conduce a estrellarse de forma inevitable contra los límites de su memoria, contra su pequeño mundo molecular.

El ejercicio de ir y venir hasta los huecos más recónditos de su experiencia, provoca en el artista la emergencia patética de su universo íntimo, con sus pasiones, sus fobias, y sus miedos. Exprimida su memoria, desnudo y desarmado, el artista no encuentra nada más que contar y camina en círculo aireando los pertrechos que dan consistencia a su ser y le defiende del mundo exterior.

Acosado y derribado por la dinámica cambiante y destructiva de las modas del mercado, el pintor queda a merced de una maquinaria implacable que le resulta ajena y que le convierte en pieza desechable en el engranaje del negocio del arte.

Lo que digo, fuera de juego y sin tocar el balón.

EL DIBUJO

3 de junio de 2009

El de pintor es un oficio con muchas horas de soledad y meditación. En mi particular soliloquio he aprendido a dudar, a no creer en verdades absolutas y a cuestionarlo todo. Muchas de las preguntas que me suelo hacer tienen que ver, como es lógico, con el arte. Por ejemplo, cómo fue el primer dibujo. ¿Fue la mano del cazador que, siguiendo a la presa, trazó unas líneas sobre la arena? ¿Cuándo se transformó aquel garabato en un objeto con capacidad de sustituir a lo representado? y ¿cómo fue el proceso hasta que aquellos primeros trazos se convirtieron en el perfil de la bestia sobre la pared de una cueva? ¿Fue una secuencia simultánea a la formación de las palabras? ¿Todos dibujaban o había especialistas? ¿Qué consideración tenían dentro del grupo? ¿Eran  chamanes y sus dibujos la evocación física del deseo? ¿Por qué se parecen tanto las pinturas de Lascaux, Altamira o Chauvet? ¿Quiere decir esto que existió un mismo “gusto” durante  quince mil años? ¿Por qué el hombre escogió esa determinada estética y no otra? ¿Por qué pasados treinta y cinco mil años nos siguen emocionando esos dibujos?
Imaginemos que entre los cazadores hay un individuo que, consciente de su habilidad, decide convocar a los animales apetecidos o venerados mediante la representación de su imagen. La escena se describe en términos de magia propiciatoria en la que se asiste a la transustanciación de lo representado en su representación: el vero icono.
Sigamos al grupo que, entre gruñidos, comienza a repetir sonidos para nombrar las cosas. Con el tiempo abandona la cueva y se asienta en las fértiles tierras bajas. Las onomatopeyas que describían cualidades del objeto se codificaron en pictogramas y jeroglíficos que nombraban el mundo y enumeraban sus excedentes. Para entonces, el dibujo había perdido la batalla de la comunicación frente a la eficacia de la palabra. Desde ese momento, sólo algunos niños en la edad previa a la verbalización extraen del trazo las cualidades comunicativas que debió tener en un principio. La humanidad se fue haciendo adulta al tiempo que perdía la capacidad de nombrar dibujando. La necesidad de medir y catalogar la naturaleza introdujo, entre otras, la ordenación geométrica. La línea horizontal sustituyó al horizonte y sobre ella la vertical formó ángulos en el paisaje; las ondas se convirtieron en círculos y la espiral representó la idea del agua. El mundo quedó pautado. Dice Chantal Maillard que “el lápiz en las manos del niño traza lo que el adulto ya no es capaz de ver sin corregir: la imperfección del círculo, o el círculo imperfecto”.
Pero el dibujo es, ante todo, una herramienta esencial que tiene su origen en el origen del hombre. Obedece a la pulsión inicial de interpretar el entorno y de contarle a los demás nuestra particular visión del mismo. Para ello, el dibujo conjuga el trazo elemental con la compleja abstracción conceptual.
En el dibujo se juramentan la mirada, la mano y el tiempo para interpretar el mundo de forma simple. La línea define el espacio, lo compone, lo inventa. Convierte el vacío en forma, en horizonte, en aire. La mirada disecciona el objeto y lo define en su esencia, prescinde de lo adjetivo y lo muestra en su acepción más exacta.

SOBRE GUSTOS SÍ HAY MUCHO ESCRITO

31 de mayo de 2009

Sobre gustos si que hay escrita una amplísima bibliografía que empieza con Joseph Adisson, continúa con Baudelaire, Adorno, Benjamin, Kant, De la Volpe, Fajardo y puede completarse con nuestro querido Ignacio Henares, por ejemplo. Lo que ocurre es que, simplemente, no se ha leído. Esto, en principio, no es censurable, pues se trata de textos muy especializados y a veces engorrosamente traducidos, lo malo es cuando, amparados en los resbaladizos cimientos de la subjetividad con que necesariamente nos acercamos a  la obra de arte, emitimos juicios que nos retratan complacidos en nuestra ignorancia.

El gusto en estado puro, la mirada limpia que brota sin contaminación desde el interior del sujeto, no existe. El juicio estético es el resultado de una experiencia histórica determinada por la educación, la cultura, la moral y la ideología en general, que da cuenta de una forma específica de percibir e interpretar la realidad. La argumentación simplista sustentada en si me gusta o me deja de gustar esta obra, –como si se tratara de un postre o de un vino–, aunque sea el primer examen al que se somete el objeto artístico, no aporta nada sobre su condición de obra de arte. El feísmo es una opción estética. Uno puede vanagloriarse de parecerle  feo un cuadro de Picasso, pero, aunque feo, seguro que se trata de un buen cuadro. Y a la inversa, el retrato fiel de miss mundo no garantiza que el cuadro tenga la condición de obra de arte. Una mala escultura puede ser la más fotografiada de una ciudad, del mismo modo que una mala telenovela, emitida en un horario favorable, puede ser la más vista de la parilla.

Si bien los valores desde los que se edifica el gusto son inevitablemente históricos, en la obra de arte subyacen ciertos elementos que la definen como tal y que perduran a través de los tiempos. Se trata de combinaciones plásticas que encajan favorablemente en nuestro sistema sensorial y cognitivo –que también tiene su historia evolutiva– y que hilvanan una larga secuencia artística que comenzó con los caballos y los osos de la cueva de Chauvet hace treinta y dos mil años.

EL ENEMIGO ES EL TIEMPO

29 de mayo de 2009
Primero fueron mis hermanos los que se asomaron al espejo de mi cuarto de baño. Ahora es mi padre el que tiene la monomanía de afeitarse conmigo, tosiendo y renegando de un mundo que le resulta cada vez más extraño.
Todo empezó el día en que una chica me habló de usted al preguntarme la hora. Era el aviso temprano de que había empezado el implacable proceso de expropiación. Mi respuesta inmediata fue leerme todos los fancines habidos y por haber, y acudir a las últimas eposiciones, en un intento desesperado por recomponer la figura y no perder el paso de la juventud. Pero el cadáver siguió muriendo sin entender demasiado el mundo que le rodeaba. A pesar de que aún era joven y tenía la vida por delante, había empezado a envejecer culturalmente, y mi mundo, en el que hasta entonces todo parecía estar hecho a medida, empezaba a acumular tiempo en su espalda.
Los artistas deberíamos prepararnos para envejecer culturalmente. A cierta edad sientes que ya no tienes nada nuevo que decir porque piensas que lo has dicho todo. Perdida la capacidad de sorprenderte a ti mismo, dejas de confiar en lo que haces. De la misma manera que sabes que no ganarás Roland Garros, tomas consciencia de las pocas probabilidades que tienes de crear una obra nueva que te sorprenda y te rescate del tedio. Conoces los caminos y te sabes los atajos, por eso es tan difícil encontrar la calma en esta profesión en que para sobrevivir es necesario estar en permanente proceso de alumbramiento.
La desorientación ante las cosas de última hora te obliga al esfuerzo permanente de traducir un sistema de signos ajeno y en continua renovación, que convierte tu empeño, como en la aporía de Zenón, en un trabajo inalcanzable.
Se trata de una lección que tienes que aprender, pero que nadie te enseña.

CARNET DE SUMISO

24 de mayo de 2009

Me contaron que a mi padre, en algún momento de la guerra civil, lo arrestaron por un altercado que tuvo con un superior del estado mayor. Al parecer, el argumento que él sostenía era que si bien en el ejército podías entrar de soldado raso y salir de capitán general, en la universidad, por mucho tiempo que pases en la garita, no se asciende de bedel a catedrático. Nunca supe cuanto había de realidad y cuanto de leyenda familiar en aquella historia, pero lo cierto es que confirmaba la existencia de un ideal de independencia crítica, basado en la autoridad del individuo frente a la voluntad de la jerarquía, que me fue suministrado en el biberón con una mezcla de soberbia y de justicia con principio y fin en el Código Civil.

Tardé mucho tiempo en comprender que en la vida no todo el mundo participa de este ideal, y que hay personas que renuncian a su propia voz para diluirse en el coro de los grillos, abrigados en la confortable comodidad de la obediencia, con tal de ser admitidos como miembros de la orquesta. Cantando en el coro se encuentran como pájaro en mano, porque las melodías se trinan al unísono con una partitura común en la que no hay cabida para la disonancia. El sumiso, al renunciar a su voz de solista, evita cantar en su propio nombre, al tiempo que mantiene la ilusión de ser aceptado por el colectivo y querido por su director.

Me dice Willy Poulantzas, que Freud dice que el sentimiento de culpa está en la base del comportamiento del sumiso, al que encuadra en la categoría de masoquista moral, que no es otra cosa que la necesidad que algunos tienen de ser castigados para satisfacer sustitutivamente la culpa que sienten por no pertenecer a nada ni a nadie. Es decir, por ser libres.

Por suerte para mi, lo que se me dio por añadidura en aquel biberón familiar fue una fe de hierro en el poder del sujeto libre frente a la sociedad de los amos del cielo y de la tierra, y una rebeldía inconsciente hacia los manipuladores de la moral dominante.

“A distinguir me paro las voces de los ecos”.