11 de mayo de 2009
Los niños, en su comportamiento, nos devuelven el retrato sin mascara de los adultos. Una de las cosas que más divierte de ellos es la desfachatez con que manifiestan envidia, celos, manipulación de sentimientos… Cuentan, que en algunos orfanatos, los niños no lloran porque desconocen el poder de convocatoria que el llanto encierra. Ese llanto es el principio de la interacción con un entorno que necesariamente ha de pasar por su ombligo. “No hay nada en el intelecto que antes no haya pasado por los sentidos”, predica un aforisma clásico para definir el método de conocimiento tamizado que cada cual tiene de la realidad. Pero a pesar de la singularidad con que aprehendemos el mundo, el hombre se ha asociado con otros hombres bajo las reglas del contrato social. La envidia, los celos y la manipulación tramposa resultan simpáticas en un niño de cuatro años, pero intolerables en otro ocho. Cuando estos comportamientos superan la barrera de los dientes de leche empiezan a convertirse en síntomas de patologías que pueden devenir enfermizas.
La más antipática de estas patologías es la del manipulador. En los manuales de psicología se advierte que la tendencia a la manipulación pervive en cada uno de nosotros de forma más o menos latente. Lo que diferencia al manipulador patológico es que él, aunque es consciente de su conducta, no puede cambiar esa tendencia pues se trata de su principal mecanismo de defensa.
Al principio, el manipulador suele seducir a sus victimas con el halago, para terminar culpabilizándolas y trasladando sobre ellas la responsabilidad en nombre de ciertos vínculos familiares, éticos o profesionales. El manipulador tiene la habilidad de engañar sin mentir y suele transmitir sus mensajes envueltos en circunloquios sutiles y cizañasos que siembran la sospecha y la división. Esconde sus intenciones verdaderas tejiendo trampas y haciéndose la víctima para inducir culpabilidad. Desprestigia a los otros, critica y juzga sin parecer que lo está haciendo; falsea los hechos, niega la evidencia y no admite críticas. Utiliza la ignorancia de los demás y se piensa superior. Necesita estar al mando de la nave y no puede ceder el timón. Sólo satisface su autoestima cuando impone las reglas del juego.
Pese a todo esto, el manipulador es una persona insegura que elude la evaluación pública y se siente incómodo al relacionarse. Proyecta en los otros su inseguridad intentando demostrar que sólo él tienen razón. El manipulador vive en un insaciable círculo vicioso en el que no encuentra calma para el vacío interior que le causa su propia inseguridad. La necesidad de controlarlo todo no encuentra límites, por lo que su patología no tiene fin.
Dice Willy Poulantzas, mi psicólogo de cabecera, que para desactivar a un manipulador, hay que desmontar sus estrategias y no ceder a ellas. Aunque también dice que lo más saludable es poner tierra de por medio.