7 de abril de 2009
Dice Amalia que su marido también tiene una queja antigua sobre la atención que su padre le dedicó de niño. Seguro que se trata de una queja tan real como injusta. La ingratitud es propia de la condición de hijo. Pero ocurre que cuando nos toca trabajar de padres lo vemos de otra manera, y aprendemos, en efecto, que las cosas son como son, pero también como se recuerdan. Esta es la razón por la que busco mi mejor retrato y lo guardo en la memoria de mi hija, asumiendo el riesgo de ser recordado como un jugador de ventaja en la puerta de un pequeña juguetería de Plaza Bib-rambla.
Durante catorce años reinó en nuestra casa una perra muy callejera sobre la cual depositamos todas las dosis de cariño que necesitábamos dar: te alimento a cambio de que te dejes querer, te cuido a cambio de que me necesites. Pero en los humanos, relacionado íntimamente con nuestra realidad biológica, duerme un sentimiento que nos despierta la necesidad de trascender, de contarle a otro nuestra versión de los hechos, de traspasarle nuestra percepción del mundo. Por eso procuro llegar temprano al colegio y caminar despacio con mi hija de la mano y enseñarle cómo se acortan los días en noviembre y cómo en marzo brotan las primeras hojas; explicarle que debajo de la acera que pisamos hay un mosaico con delfines antiguos y una fuente con un grifo de bronce; y acequias que regaron los campos; y casonas con escudos y patios donde descansaron los amos del mundo; y que muy cerca de allí, en una tarde amarilla, un hombre joven se conmovió extrañado de su propio nombre.