Buenas, soy Emilio Calatayud. El pasado viernes, un par de amigos estuvieron con sus hijos pequeños en el partido entre el Granada CF y el Málaga, que acabó en empate a cero (un mal resultado para el Graná, por cierto, que como todos los años desde que ascendió a Primera se está jugando la permanencia). El caso es que el público en general estaba especialmente enfadado con uno jugador local que falló un par de oportunidades muy claras y también con el árbitro. El término ‘enfadado’ es suave: volaban los insultos y las amenazas de muerte, como mínimo, un espectáculo deleznable. La hija de uno de mis amigos, de doce años, no entendía nada: «¿Por qué le chillan al jugador, si sólo ha tenido mala suerte? No es justo» Una lección de sensatez por parte de la niña. Pero lo que le pasó al otro amigo y su hijo, de sólo seis años, fue todavía más fuerte. Detrás de ellos había un matrimonio -de edad avanzada- que no dejaba de lanzar improperios. En un momento dado, se dio cuenta de que delante había un ‘peque’ y pidió disculpas: «Perdone, no había visto al niño». Mi amigo suspiró aliviado…, pero sólo fue un segundo, porque el cafre no tenía intención de deponer su actitud: «Tápele los oídos al chico, que voy a insultar al árbitro».
Y no sería mejor que dejara de insultar iba a decirle mi amigo al hincha, pero lo dejó estar… ‘Donde no hay mata, no hay patata’, reflexionó.