Buenas, soy Emilio Calatayud. En más de una ocasión he visto a chavales que habían cometido los delitos más graves, un homicidio, por ejemplo, abrazarse llorando a la educadora del centro en el que estaban internados. Para esos niños, en la mayoría de los casos, esa educadora era la única familia que habían tenido. Era la única vez que alguien les habían dado cariño y devolvían cariño. Con esta reflexión, quiero llamar la atención sobre la extraordinaria labor que desarrollan los que trabajan en los centros de internamiento de menores infractores. Para abrazar a un homicida, hay que tener mucho coraje y mucho corazón. Eso no significa perdonar ni que no tengan que pagar por lo que han hecho. Deben ser tratados con la dureza y el rigor que la ley prevé, que no es poco precisamente. Pero lo cortés no quita lo valiente. Con esos abrazos, seguramente están desactivando al homicida para siempre, que es lo que la Constitución establece.
Estos trabajadores no es que sean buenos, que también: son valientes y valiosos.
Los jueces y los fiscales nos llevamos lo méritos, pero estas personas son las que están a todas horas con ellos.