Buenas, soy Emilio Calatayud. Ya hace tiempo que en los ascensores no se habla nada. Subimos al cacharro sin decir ni pío y miramos hacia el techo, luego observamos nuestros zapatos como si los viéramos por primera vez y, si el viaje se prolonga, pues ahí está el móvil para mantener la incomunicación. Cualquier cosa menos cruzar una mirada y, menos aún, una palabra con el resto de ocupantes del elevador. Es lo que hay. Pero a veces te llevas sorpresas. Ese muro lo suelen romper los niños o los mayores. En el caso que os voy a contar fue una anciana enferma. Entró en el ascensor de un hospital apoyándose en una muleta y saludó así a los mudos que estábamos dentro: «Dios les bendiga a todos». Eso es buena educación. Ni más ni menos.
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