Para saber si estás moreno o morena hay un método que es más antiguo que ir a buscar los niños al cole, que debe datar bien a gusto de la época del Neandertal, aunque en vez de que el chaval aprendiera mates, tal y como las conocemos hoy en día, lo que aprendía la bestiecilla parda esa eran mates de matar animales con los dientes, a bocados, con las manos, y como optativas desangrarlos, descuartizarlos, despellejarlos; y ya para las niñas neandertales… lavarlo, aderezarlo y cocinarlo, que ahí creo que si no empezó el machismo, cerca estaba el asunto.
Pues ya entonces, entre tanta escabechina bestial y salvaje, existía un método infalible para saber si estabas tirando a mulato porque… ¿tú sabes cuándo estás como ennegrecido, como tiznado; o sea, moreno?, ¿tú sabes cuando después de rozar las quemaduras de segundo grado realmente puedes decirte a ti mismo: «Sí, estoy moreno»?.
Porque alguien te lo comenta… no; porque alguien te toca y gritas de dolor… no; porque cuando vas de noche a un pub te ves como el azabache… menos, eso es un truco visual de las luces fluorescentes; porque… tampoco, entonces…
Vamos a ver, habrá tíos tan cerebrales que en dudando (endeudados también) de si están o no morenos se harán un análisis cutáneo, el médico le explicará unos parámetros y le dirá más o menos que «al tener un porcentaje mayor de melanina que hace un mes, esto explica que el color de su piel se haya mutado y… ». No lo niego… bueno sí, lo niego, porque a saber si el médico está imputado por no ser médico, que ya no me extrañaría nada.
Así que vayamos al método ancestral, al que se ha transmitido de generación en generación, siglo tras siglo, civilización tras civilización y que, además, es sencillo, simple, simplísimo, como yo.
Y este método, este sistema cuasiaborigen, incluso atávico, se desarrolla cuando después de haber estado expuesto al sol pues 30 o 348.724 días, vas a un espacio de poco más de cuatro metros cuadrados; un sitio íntimo, único, donde más tú eres tú: el cuarto de baño.
Allí, con la misma cara de idiota de siempre (porque una cosa es el verano y otra es que eres como eres) te miras al espejo, ladeas el cuello hacia atrás, lo giras un poco hacia abajo, no mucho, y entonces… entonces llega el momento clave. Te bajas el pantaloncillo, el calzoncillo o el bañador, según como estés, te miras lo que puedes mirar de nalgamen y… ¡¡¡¡ la marca !!!!. ¡¡¡¡ Síííí, tíoooooo, la marcaaaaa !!!!.
Una marca que es como una frontera, un linde espacio-temporal que delimita un antes y un después, que separa la blanquecina y lechosa dermis del invierno de la nueva y morenucha del verano. Y entonces, si la ves, si ves esa marca de forma bien definida, nítida y precisa, ni lo dudes: ni examen médico ni leches, ni luces de pub ni opiniones ni comentarios; si la ves, si realmente la ves… estás moreno.
Luego, eso sí, ya hay quien tras el hallazgo se pasa el resto del verano diciendo a diestro y siniestro… «mira mi marca, mira mi marca, mira mi marca»; pero eso ya es, como te diría, gente como brusca, tosca, burda, primitiva, como… sí eso, tirando a neandertal.