Justo, justo, justo por esto, me encanta el deporte. ¡Qué gusto, los domingos, desayunar con la columna de Manuel Vicent en El País! Recién llegado a casa de nuestro Torneo Intercajas de Baloncesto, cuyo balance publicábamos ayer, añorando mis tiradas con Las Verdes, recordando esa motivación de la que hablábamos el viernes en la columna de IDEAL… entenderán que suscriba, palabra por palabra, la sapiencia que desprende esta columna, titulada Éxito.
En los países anglosajones el deporte es la base de la educación. El esfuerzo, la audacia, el juego limpio, no dar nunca nada por perdido hasta el final, aceptar la victoria o la derrota con elegancia son valores que se desarrollan primero en el patio de los colegios, se transforman en conocimiento en las aulas y de ellos se nutre luego la moral ciudadana.
En la cultura anglosajona el pensamiento se genera a través de la acción. Con esta regla crearon su imperio. En la educación latina, en cambio, queda establecido que en el principio era el verbo, que siempre termina haciéndose carne. España ha sido tradicionalmente un país verborreico, tierra propicia para leguleyos, abogados, tribunos, predicadores y sacamuelas. Durante el franquismo, un mando falangista daba la asignatura de formación del espíritu nacional en la escuela.
Con soflamas patrióticas, que eran puro flato, llevaba a los alumnos por el imperio hacia Dios y desde los luceros se bajaba después al recreo donde un instructor desganado y fondón dirigía una tabla de gimnasia rudimentaria con un bocadillo de chorizo en la mano.
Los charlatanes apenas han cambiado de tarima, pero de forma casi milagrosa España ha generado hoy una floración de campeones del mundo en el deporte. Mientras este país sigue produciendo, en general, políticos, artistas, escritores y científicos sin ningún significado en el orden internacional, unos deportistas de élite no cesan de generar victorias que obligan una y otra vez en cualquier parte del planeta a tocar el himno e izar en el mástil la bandera española, que aquí ha representado lo más rancio y nefasto del patriotismo.
El éxito mundial en el deporte comienza a ser una costumbre en esta tierra de perdedores. Los jóvenes han comenzado a asociar la patria, no con un desfile militar ni con un acto político institucional, sino con la figura de cualquiera de nuestros campeones subido en lo más alto del podio.
En Grecia se solía derribar parte de la muralla de una ciudad para que entrara con todo esplendor el atleta que había triunfado en los juegos olímpicos. Pero eso sucedía cuando en el principio era la acción y el verbo no se había convertido todavía en nuestra carne.