Jose se bajó un breve manual de cómo podar los árboles. La cosa era que recibieran la luz del sol, que circulara el aire entre sus ramas y algunas otras cuestiones entre lo arbóreo y lo aparentemente místico.
Hachas, sierras, ampollas, heriditas y pequeños desgarrones varios nos acompañaron en nuestra poda de unos árboles que, los pobres, no agradecieron la limpia como habíamos previsto. De hecho, ya no los sulfatamos, ni abonamos, ni arreglamos más.
Hasta este año. Gilda, por un lado, los ha tratado con cariño. De hecho, el aceite que este año hemos sacado de los olivos se lo tenemos que agradecer a su mimo e interés. Pero es que, además, hemos vuelto a ir a podarlos. El sábado pasado. Sólo que esta vez nos acompañaron Enrique, Fina y, sobre todo, el tío Rafael.
No es que quiera quitar mérito a la jartá de trabajar que tanto Enrique y Fina como Sacai y Mamen se dieron. Pero lo del tío Rafael fue como para quitarse el sombrero. Por la cantidad y la calidad del trabajo. Sin tregua, su motosierra empezó a despojar a los olivos de las muchas ramas que les tenían constreñidos, entristecidos y empobrecidos. Trabajaba tan rápido que a los demás no nos daba tiempo a llevar el ramón al quemadero y, honrando a la Candelaria, prenderle ese fuego purificador que es propio de estas fechas.
Las llamas alcanzaban los diez, doce metros de altura en un día sin aire, precioso, ideal para quemar rastrojos. No sé la de kilos de leña que hemos hecho y la de ramón que hemos quemado. A mitad de mañana, Sacai, Mamen y Fina cortaron embutido fresco de una matanza de hace apenas una semana. Cerveza fría, sol y chacinas.
Y vuelta al tajo. Lo mejor de Rafael no es lo mucho y bien que trabaja. Tampoco el enorme conocimiento y experiencia que tiene en el cuidado y cultivo de los olivos. No. Lo mejor que tiene Rafael es el profundo amor que siente por los árboles. De hecho, se indignó al ver el lamentable estado de nuestros olivos. Estaba encendido y cabreado de ver el poco cuidado que les habíamos dispensado en estos años. Los miraba, los acariciaba y casi parecía susurrarles que no se preocuparan, que la poda iba a salir bien y que, después, se encontrarían mucho mejor. Realmente, resultaba emocionante ver la implicación del tío Rafael con los olivos. Una relación casi paterno-filial, en la que no se sabe quién ejerce de padre y quién de hijo.
Una deliciosa mañana de trabajo en el campo que culminamos en el Ventorillo, dando buena cuenta de unos buenos filetes de carne roja a la brasa y unos tomates aliñaos, antes de volvernos para casa con la satisfacción del deber cumplido, el agradecimiento a todos los que nos han echado una esencial mano en esto de la poda y, sobre todo, con la admiración y reconocimiento por la talla humana y espiritual de un tío Rafael que, estoy convencido, ha hecho que nuestros olivos rejuvenezcan un puñado de años. Y no sólo por la poda. Ni mucho menos.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.