Sí. Los de arriba son culpables. ¡Démoslo por descontado! Pero, ¿Y los de en medio? ¿Y los de abajo?
En nuestra encuesta de la Margen Derecha, un 63% de los votantes no creían tener culpa alguna de la crisis que nos azota.
¡Abrumadora mayoría!
Hace unos días comentábamos la intervención de Amando de Miguel en el Aula de Cultura de IDEAL, en que decía que todos tenemos nuestra parte de culpa en la crisis.
Las reacciones fueron furibundas. Tanto que me recordaban al célebre “¿Seré yo, Señor, seré yo?” del célebre chiste de la Última Cena, Jesuscristo y Judas.
Este fin de semana podíamos leer un espectacular e incendiario artículo en Babelia: “Yo no he sido”, de Javier Gomá Lanzón.
Aunque lo hayamos linkado, no me puedo resistir a transcribir algunas de sus perlas:
En los últimos quince años el tenor de vida de los españoles se ha parecido mucho al del nuevo rico, pero sin su riqueza. El dinero barato y fácil, junto a un juego perverso de emulación inversa -yo en todo igual o más que mi amigo, mi vecino, mi cuñado, mi compañero de trabajo-, hizo aflorar nuestro grosero apetito de bienes consumibles, que reclama una satisfacción inmediata, sin tolerar demora. Y pedimos préstamos bancarios, que permiten una rápida gratificación y una devolución retardada. Al hacerlo, la ostentación nos hacía parecer más ricos a los ojos de los demás, pero en la realidad éramos más pobres porque nuestra deuda crecía. Aun así no permitimos que la realidad nos estropeara la fiesta. Compramos una vivienda familiar, más un apartamento en la playa; reformamos la cocina; nos encaprichamos de algún cuadro de pintura contemporánea; nos aficionamos al buen vino y a los gadgets tecnológicos; visitamos lejanos países y celebramos a lo grande, sin ahorrar gastos, la boda de nuestra hija. Un amigo me contaba que no hace mucho un sacerdote, durante una homilía de primera comunión, hubo de exhortar a los padres que lo escuchaban a que no solicitaran una ampliación de hipoteca para financiar el banquete…
Ahora la crisis ha roto el jarrón en mil añicos y no podemos pagar todas las facturas ni devolver el dinero que un día nos adelantaron a condiciones pactadas. ¿De quién es la culpa? De los políticos, de los bancos, de los mercados, de los fondos de inversión, qué sé yo. En todo caso, yo no he sido. Durante aquellos alegres años, pedimos a los alemanes que nos prestaran su ahorro para comprarnos los todoterrenos que fabricaban los alemanes. Hete aquí que ahora no tenemos dinero para devolver lo prestado. ¡Malditos alemanes!
Y seguimos:
La crisis ha disparado súbitamente el índice de culpabilidad de los otros. En nuestras conversaciones privadas y en la opinión pública se repiten las palabras de menosprecio hacia nuestros políticos. Son tan gruesas que se diría que éstos merecen ser vendidos como esclavos trans Tiberim. Al llamarlos incompetentes y mediocres y al culpabilizarlos de nuestra frustración nos reconciliamos con nosotros mismos y sentimos nuestra superioridad moral. Ahora bien, nada nos autoriza a pensar que los políticos sean una raza aparte, una cepa genética nueva traída por un meteorito desde Urano: son como los demás, vienen de la ciudadanía y vuelven a ella. No voy a ensayar ahora una desesperada apología de los políticos y desde luego muchos banqueros y financieros merecen pasear por la plaza pública con grandes orejas de burro. Que hay sobradísimos motivos de indignación, nadie lo duda; que escandaliza ver a tanta gente sufrir injustamente, tampoco. Pero la distinguida ciudadanía, ¿no tiene nada que reprocharse? ¿Nada que reflexionar sobre ese tren de vida dispendioso, pródigo, gárrulo, autocomplaciente, imprudente, antiestético exhibido largos años? ¿Es todo, absolutamente todo, culpa del otro?
El jarrón roto de la crisis está promoviendo reformas de las instituciones políticas, financieras, educativas. Bienvenidas sean, pues conocemos la inmensa influencia social de un marco institucional y regulatorio favorable. Pero cuando parte de la crisis obedece a la generalización de hábitos torpes y vulgares que convierten al ciudadano crítico en consumidor ávido -y uno que en lugar de gastar su propio ahorro ganado con esfuerzo y tiempo pide prestado alegremente el de los demás-, cabe preguntarse si no estaremos reformando las instituciones para que el ciudadano no tenga que reformarse a sí mismo y, como el niño de la pelota, pueda seguir culpando al perro o al viento de sus errores. Si así fuera, no quedaría jarrón por romper.
Es muy duro. Sin duda. Pero creo que tiene más razón que un santo. ¡Estamos pagando los platos rotos de un festín de bribonería colectiva en el que unos comimos más que otros, pero en el que todos quedamos saciados, ahítos e indigestados, al borde del vómito que, obligatoriamente, terminó llegando!
Y tú, ¿cómo lo ves?
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
¿Y en 2008, 2009 y 2010, tal día como hoy, fuiste tan reventón?