¿ME DA VASELINA, POR FAVOR?

– ¿Me da vaselina?

– ¿Perfumada?

– No. Normal. Es que dentro de un rato me voy a correr.

¡Qué manía la de tener que explicarme siempre!

– Y luego me salen rozaduras en las ingles.

¡Toma ya! Menudo remate para la explicación.

Era sábado por la mañana. Temprano. Muy temprano. ¡Demasiado temprano, para ser sábado por la mañana! Pero, aún en plena canícula de julio, el día amaneció tormentoso y el viento me despertó casi al amanecer, sacudiendo violentamente los toldos del balcón. Me levanté de mala gana y, una vez subidos, volví a la cama, en busca del sueño perdido. Pero fue imposible. Intenté leer un rato, pero sin un café en el cuerpo…

Me levanté de nuevo y, frustrado, me encaminé hacia el kiosco de la esquina, como parada previa a la cafetería en que, los fines de semana, me meto mis imprescindibles chutes de cafeína matutina. Y fue entonces cuando pasé por la Farmacia, recién abierta y comprensiblemente vacía a esas horas de la mañana.

Para describir a la farmacéutica me limitaré a decir que, si hubiera vivido en Suecia y hubiera participado en un improbable concurso convocado al efecto, habría sido elegida Miss Sueca por Antonomasia. Y por unanimidad del jurado. Me explico, ¿verdad?

Yo, por mi parte, estaba ojeroso, hosco, legañoso, con el pelo aplastado y vestido con el típico pantalón corto que, en una jungla africana, da el pego, pero en mitad del Zaidín… las piernas llenas de pelos, las sandalias cutrosas de perro-flauta y la camiseta de Reservoir Dogs que me había regalado mi amigo Jorge por mi cumpleaños. Al menos, no llevaba las gafas. Era lo que me hubiera faltado, para completar el esperpento.

La farmacéutica, entre que buscaba la vaselina, no me quitaba ojo de encima.

– Un tubo de vaselina normal. Y corriente. ¿Algo más?

Me sentí obligado a pedir alguna otra cosa. Y es que no lo entiendo. ¿Por qué me siento culpable por pedir vaselina en una farmacia? ¿Por qué me empeño, siempre, en justificar su adquisición? Pero, sobre todo y sin haber tomado café… ¿para qué habría abierto la boca?

– Pues sí. Gelocatil.

– ¿De 600 o de un gramo?

– ¿Ein?

– ¿Para niños o para adultos?

Esa réplica, fijo, iba con segundas…

– Para adultos.

– ¿De 20 o de 40?

– ¿Ehhh? ¿Cómo? ¿De 20 o de 40 qué?

– Comprimidos. Pastillitas. Que si quieres una caja grande o una pequeña, vamos.

Estaba empezando a perder la paciencia. La farmacéutica. Claro. En la cultura bereber se dice que los comerciantes creen que el primer cliente de la mañana marcará el resto de la jornada y, por eso, se recomienda a los viajeros que madruguen a la hora de hacer sus compras más importantes: el regateo les será más favorable ya que el vendedor estará dispuesto a rebajar el precio con tal de hacer el primer negocio de la mañana. A modo de buen augurio.

La cara de la farmacéutica, aún sin ser bereber, daba a entender que se enfrentaba a uno de los peores sábados de su vida… pero estaba tan buena, tan requetebuena, que no podía quitarle los ojos de encima.

– ¿Algo más?

– Pues sí. Un cepillo de dientes. Y pasta.

En serio. Yo sólo quería tomar un café leyendo el IDEAL, tranquilamente. Entonces, ¿por qué me empeñaba en torturar a aquella pobre chica, por guapa que fuera, prolongando de paso mi agonía, haciendo aquel papelón?

– Oye, miras con mucha insistencia e interés, ¿no?

– Pues sí. Discúlpeme, pero es tan interesante lo que veo…

Por primera vez, la chica sonrió.

– ¿Alguna otra cosa?

Pensando en que el peluquero me había dicho, la última vez que me puse en sus ingratas manos, que estaba perdiendo pelo a punta de pala y a una velocidad vertiginosa, pensé en pedir algún compuesto a base de Minoxidil que me ayudara a combatir la próxima e inminente calvicie, pero debió de iluminarme algún rayo del cielo y me limité a responder:

– Nada más, muchas gracias. ¿Me preparas la cuenta?

Seguía mirándola con insistencia. ¡Es que no lo podía evitar! Y fue entonces cuando me tocó a mí quedarme a cuadros.

– ¿Y cuándo dices que te vas a correr?

¿Tengo que describir la situación? Porque la farmacéutica, con su bata blanca semidesabrochada, su blusa nítidamente veraniega y la caidita de ojos que me dedicó, empezó a antojárseme más la protagonista de una película no clasificada para menores que una inabordable diosa de la mitología vikinga.

– Pues luego. Primero me tomo el café y la tostada y lo hago luego, tras reposar un rato. Para que no se me corte la digestión.

– ¿Y no es mejor hacerlo a primera hora, con la fresquita, incluso en ayunas?

– ¿Y si me da una lipotimia? Es que en ayunas… no sé yo. O una bajada de azúcar.

– ¿Una bajada? ¿De azúcar? ¿Pero tú has visto dónde estás y a quién tienes enfrente? ¿Cómo iba a dejar yo que se te bajara… el índice de glucosa?

Lo siento. Me aturullé. Pensaréis que soy un cretino, un mamarracho integral. Pero es que sin un café…

– Perdone usted, pero yo creo que estamos hablando de cosas diferentes.

– Yo creo que no.

– Que sí, que sí. Que yo hablo de correr como deporte. Como afición.

– ¿Deporte? Pues también. Sí. Puede serlo. Desde luego, desgasta mucho y hace quemar calorías. Y, por supuesto, es una afición de lo más sano. Y natural. Aprovechando que no hay nadie… ¿por qué no pasamos un momentito a la trastienda y resolvemos la cuestión sobre la marcha?

– ¿Un aquí te pillo, aquí te mato?

– ¡Estupenda definición!

Si no hubiera sido porque me puso morritos, yo creo que no la habría seguido. ¡En serio! ¡Y no pongas esa cara de incredulidad! Recuerda que yo estaba muy molesto y enfadado y que mi objetivo, desde que salí de casa, no era sino desayunar y leer el periódico.

Pero, claro. Me puso morritos. Ya sabes a qué morritos me refiero. Me refiero por supuesto, a esa carita de yo-no-fui que tan bien saben poner las mujeres cuando nos quieren convencer de algo. Esos morritos y ese pestañear pretendidamente inocente de pasaba-por-aquí-hola-como-estás.

Podría disimular, diciendo que estaba nervioso. O aturullado. O confundido. Pero lo que estaba era excitado. Mucho. ¡Una cosa! Porque, además de los botones desabrochados de la bata, resultaba que ésta también era corta. Muy corta. Tan corta que era imposible imaginar una bata más corta. Por lo que, cuando la farmacéutica salió de detrás del mostrador para indicarme el camino hacia el reservado y me dio la espalda, pude atisbar lo que no podía ser sino el nacimiento de un dulce melocotón, al final de aquellas interminables piernas.

– Venga. No seas tímido. Que estás ruborizado como un colegial.

– Es que no me esperaba yo que me pasase esto esta mañana, encontrarme en esta situación…

– Por eso, mi máxima en la vida es esperar, sólo, lo inesperado…

Cuando terminó de decirme esto, la farmacéutica ya estaba prácticamente encima de mí, invadiendo mi espacio personal por completo, en un inesperado y brutal ejercicio de deliciosa proxémica. Si yo fuera un tipo sofisticado, os podría decir el nombre del perfume que usaba. Pero como no lo soy, sólo os diré que olía a mujer. A hembra, que diría un primitivo.

¡Y pensar que, al despertar, había maldecido al viento como si fuera una peste! Puse mi mejor cara de semental, de tipo duro que está al mando de la situación, de hombre de pelo en pecho que sabe tomar la iniciativa…

– ¿Qué quieres que haga por ti, pequeña?

– ¡Hum! Así me gusta…

– ¿Sí?

– Sí. Me gustan los hombres complacientes, que se preocupan por las necesidades de una joven estudiante…

– Créeme. Tengo lo que necesitas…

– ¡Desde luego! Ya lo estoy viendo. Jajajajaja. Otros necesitan un poco de ayuda, una estimulación…

– Bueno, aunque no me hace falta, un poquito de estimulación nunca viene mal…

– ¿Sí? ¿Y qué prefieres?

– No sé… estoy aprendiendo a esperar lo inesperado…

La farmacéutica se alejó un momento de mí y, cogiendo una goma… se recogió su abundante melena rubia, que llevaba suelta sobre los hombros. Se humedeció los labios con la lengua y cogió revista de un cajón. Se pasó el índice por los labios mojados… y empezó a pasar las páginas de la publicación. Cuando encontró lo que buscaba, sonrió y, mostrándome el desplegable de un ejemplar del Playboy, me dijo:

– ¿Te gusta ésta?

Yo no entendía nada. De nada. Y menos aún cuando la vi salir de nuevo a la oficina de Farmacia y volver con un frasquito de cristal traslúcido.

– Venga. No te cortes. Aquí nadie puede verte. Yo espero al otro lado.

– Pero, pero, pero… ¿esto qué es?

– ¿Esto? El frasco para la muestra.

– Pero ¿qué muestra?

– La muestra de semen

– Pero, ¿qué semen ni que niño muerto?

– Hombre. Pues el tuyo. ¿No habíamos quedado en que me ibas a complacer?

– Pues sí. Claro. Pero…

– Pero nada. Si te he visto mirar detenidamente el cartel que hay tras el mostrador, pidiendo voluntarios para colaborar en mi tesis doctoral, hombres dispuestos a dejar en el frasquito una muestra de su líquido seminal… No te irás a echar ahora atrás ¿verdad, machote?

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.