HIJOS DE PUTA ¡HAY QUE DECIRLO MÁS!

No sé si suelen ver ustedes los programas del sello Chanante o Muchachada Nui, pero a Sacai y a mí nos gusta bastante el Smonka, un programa concurso de preguntas y respuestas en el que lo que menos importa son las preguntas y las respuestas, por supuesto.


Lo mejor, además de Onofre, el azafato de moda de la televisión, son las introducciones que hace Ernesto Sevilla, presentador del concurso, que dedica el programa de cada día a alguna modalidad de hijo de puta.

Y el la hijoputez, reconozcámoslo, está muy extendida. En este mundo de lo políticamente correcto, lo light y lo liofilizado, tildar a alguien de “hijo de puta” ya no se estila, con perdón de Arturo Pérez Reverte.


Pero, querido lector, piensa para tus adentros y reconoce que, no hace mucho, te has cagado en la puta madre de alguien que ha hecho (o dejado de hacer) algo que te ha resultado enervante. Todo ello, por supuesto, con el máximo respeto para las putas que en este mundo son, que utilizamos tal acepción semántica como término coloquial que, históricamente, ha servido para describir a esos individuos de malas entrañas, cabrones irredentos, jodidos molestadores que tienen la capacidad de sacarnos de nuestras casillas. Unos hijos de puta, o sea.

(Para entender el concepto de hijo de puta que barajamos aquí, véase este vídeo)


Te planteo, querido lector, como higiénica medida de íntimo desahogo, que colaboremos a desenmascarar los comportamientos de tanto hijo de puta como hay en el mundo. Y no me refiero a los etarras y demás terroristas, maltratadores, conductores suicidas y otra gentuza de la peor calaña, escoria de consenso sobre la que es mejor ni hablar.

No. Hablamos de un tipo de hijo de puta más de andar por casa, más cercano. De ese vecino, compañero de trabajo, tertuliano, individuo de a pie, transeúnte, locutor, conductor, presentador… con el que te cruzas, real o metafóricamente, todos los días.

Por ejemplo, el vecino que, viviendo en el décimo y dado que su pareja no le deja fumar en casa, sale por las puertas, llama al ascensor y mientras espera que llegue, se enciende el pitillo que se fumará en el reducido habitáculo, que dejará impracticable y apestado durante la siguiente media hora.


Clásico es el hijo de puta del niñato de la moto (o coche) que pone la música a toda voz debajo de la ventana de tu casa, cuando empezabas a coger el sueño.

Sin olvidar al hijo de puta del camarero que, viéndote con prisa, te pone un café hirviendo, que te escalda la lengua y el paladar, cuando le das el primer sorbo, dejándote insensibilizada la boca para el resto del día.


¿Y qué no decir de ese sujeto que te encuentra por la calle y en vez de conformarse con un apretón de manos, un fraternal abrazo, unos viriles golpes en las espaldas o unos correctos besos mejilleros, te da golpecitos en la barriga o te palpa los michelines, que, hechos de gelatina, fluctúan insolentes ante la presión ejercida por el hijo de puta?

Hijo de puta era, antes de los satélites, el hombre del tiempo que prometía sol y buen tiempo. Le hacías caso, te ibas de excursión a la Sierra o te bajabas a la playa, y te caían chuzos de punta.


Así que, anímense y saquen sus peores demonios de dentro. ¿Quiénes son, para ustedes, unos auténticos hijos de puta?

Fdo.- Patón, adalid de la (anti)hijoputez global

NO ES PAÍS PARA VIEJOS (LA PELÍCULA)

El principal problema que conlleva en febrero de 2008 enfrentarse ¡por fin! al visionado de “No es país para viejos” en una sala de cine es que el espectador con gusto por la información cinéfila y cultural ya ha descontado todo lo bueno de la misma.


Me explico.

La película de los hermanos Coen se hizo visible, por primera vez, en el Festival de Cannes de 2007. Y el Festival de Cannes se celebra en el mes de mayo. Por tanto, han pasado ya casi nueve meses desde que se estrenara en el circuito internacional. Ya por entonces comenzaron las loas hacia la película, hacia Bardem y el resto de intérpretes, hacia la ajustada dirección de los Coen, etcétera.


Comenzaron las descargas por Internet y decenas de cinéfilos blogueros ya hablaban maravillas sobre la insania de la atmósfera fronteriza que transmite la película, sobre lo fiel que la misma resulta a la esencia de la novela de Cormac McCarthy en que está basada (y de la que escribíamos hace unos días) sobre lo ajustado de unos diálogos secos y descarnados, ácidos y lacónicos, etcétera.

Y, a medida que se acercaba el final del año pasado y el comienzo de 2008, comenzó el carrusel de premios, con Javier Bardem convertido en imán de galardones y reconocimientos, con el colofón del BAFTA británico, el Globo de Oro y la nominación al Óscar. Así, no es de extrañar que, cuando el viernes pasado ¡por fin! terminamos de ver la película, una señora que estaba en la fila de atrás de la nuestra, dijera que Bardem no estaba mal, pero que le había visto mucho mejor en otras películas, con interpretaciones más llenas de matices y registros.


Es normal. Llevamos tanta loa, tanta alabanza y tanto premio para el trabajo de Bardem que, cuando ¡por fin! le vemos en pantalla, nos sabe a poco lo que hace. Y es cierto que presenta un rostro monolítico y pétreo, pero es que precisamente ahí es donde reside la grandeza de una interpretación antológica y majestuosa. Porque cada vez que Chigurh/Bardem aparece en pantalla, transmite a la platea una absoluta y radical sensación de amenaza y desasosiego, sin necesidad de gritar como un loco o liarse a tiros como un descosido. De hecho, resulta mucho más amenazante cuando carga con la bombona de oxígeno que cuando aparece armado a la vieja usanza.


Y por eso, creo, cuando termina la película, abruptamente, nos quedamos todos un tanto fríos en nuestra butaca. La película nos ha gustado, conmovido, impresionado, etcétera. Pero todas esas sensaciones ya las habíamos descontado, ya las dábamos por supuestas, visto lo visto y leído lo leído desde hace tantos meses.

Porque era cierto que los Coen describen magníficamente ese territorio fronterizo entre EE.UU. y México, que sigue siendo el espacio idóneo para un western contemporáneo. Es verdad que el universo de McCarthy está perfectamente reflejado en pantalla y que los autores están soberbios. Pero, dándolo todo ello por sabido, cuando comienzan a desfilar los títulos de crédito en pantalla, es inevitable que te pellizque una cierta sensación de “Vale. Está muy bien la película, pero tampoco era para tanto”.


Y ese “pero” hay que ponérselo en el “debe”, sin atisbo de duda, al distribuidor que ha retenido el estreno de “No es país para viejos” hasta mitad de febrero, nueve meses después de su presentación en público. Vamos, que como esto siga así, me paso a la Mula. Palabrita de niño Jesús.

Valoración: ***

Lo mejor: Chigurh/Bardem (y seguimos engordando la bola de nieve) y la atmósfera con que los Coen impregnan cada uno de sus fotogramas.


Lo peor: El diálogo de Tommy Lee Jones con su padre. Mucho mejor resuelto en el libro que en la película, donde no termina de encajar.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.