Honestamente y aunque la concesión del Óscar al mejor actor secundario a Javier Bardem por su impactante papel en “No es país para viejos” ha alegrado a todo el mundo, el final de la película; raro, confuso y complicado, ha resultado un tanto decepcionante, la verdad sea dicha. Después de la adrenalina e intensidad que los hermanos Coen imprimieron a toda la narración, ¿no provoca un cierto bajón ese amargado soliloquio del sheriff, interpretado por Tommy Lee Jones?
En realidad, el final de la película es radicalmente fiel a la novela de Cormac McCarthy en que está basada, sólo que en pantalla no terminan de encajar las reflexiones de ese viejo al que su país se le ha hecho incomprensible. Porque a lo largo de la novela, sus pensamientos iban jalonando toda la narración, a través de una serie monólogos que desembocaban, con naturalidad, en ese final que tantos rías de tinta cibernética ha hecho derramar en Internet, desde el estreno de la película. Y es que nunca es fácil dar con el mejor final para una película. Están, por supuesto, los tradicionales y siempre amables happy ends del cine clásico americano, en que los personajes terminan viviendo felices y comiendo perdices, como en los cuentos infantiles. Películas en que el esquema de planteamiento, nudo y desenlace no ofrece sorpresa alguna a un espectador que sale del cine alegre, festivo y contento, reconciliado con la vida. Luego llegaron directores que, como John Huston, abominaban de los finales felices. Para el director americano, lo importante es la aventura, la persecución de quimeras y los sueños imposibles. Por eso sus finales solían ser cínicos, burlescos, ácidos y sarcásticos. De la risa histérica de los buscadores de oro en “El tesoro de Sierra Madre”, cuando veían cómo los bandidos lo arrojaban al aire por error, a la famosa frase de “El halcón maltés”, cuando un personaje le preguntaba a Bogart por el material de que estaba hecha la estatuilla que habían perseguido a lo largo de la película y éste respondía con la mítica frase: “del material de que están hechos los sueños”, toda una declaración de principios.
Aún así, éstos son finales que, si bien se pueden salir de lo que sería un guión tradicional made-in-Hollywood, tienen toda su lógica, dentro del desarrollo de la película. Pero ¿qué pasa con esas otras películas cuyos finales son absolutamente desconcertantes? En “Pozos de ambición”, la otra gran candidata a los Óscar de este año, el espectador se queda chafado en el asiento cuando, después de cerca de tres horas de película, ésta no parece terminar, tras ese golpe de efecto final, protagonizado por un arrebatador Daniel Day Lewis. Y, sin embargo, el final tiene todo el sentido del mundo, atendiendo a la historia contada. Porque hay finales abiertos que, precisamente, resultan más elocuentes, sugestivos y atractivos que los finales cerrados. Por ejemplo, el de “2001. Una odisea del espacio”, posiblemente, la película más comentada de la historia. Las interpretaciones acerca de qué era el monolito han sido de lo más variopintas, desde ópticas místico-religiosas a las más puramente científicas, con ese feto dentro de la bolsa amniótica, ingrávido, dando vueltas en torno a la tierra, mientras la música de Richard Strauss suena en el ambiente.
Apostar por un final sorpresa, en el mundo del cine, es muy arriesgado ya que el boca-oreja puede hundir una película. En la publicidad de “Psicosis”, por ejemplo, se hacía un ruego a los espectadores para que no reventaran la sorpresa final de la película al resto de la gente y todos los tráilers de la película se encarecía que no se desvelase el sorpresivo desenlace en que se desvelaba la identidad del asesino del cuchillo. Y es que Hitchcock, además de ser un maestro del suspense, era un maestro de la publicidad. Otra de sus grandes películas, “Los pájaros”, terminaba de forma enigmática, con los protagonistas huyendo en coche de esa Bahía Bodega infestada de aves asesinas. Un final abierto al que faltó una guinda: el Maestro del Suspense se quejó de que, por problemas presupuestarios, no pudo filmar el final previsto para la película según el cuál el coche conducido por Rod Taylor habría de dirigirse a San Francisco, en busca de una salvación que se demostraría imposible ya que, al acercarse a ciudad, se encontraría con el célebre puente Golden Gate, tomado por esos pájaros insensatamente homicidas.
Además, hay finales que realmente no son tales ya que dejan la puerta abierta para posibles continuaciones. Como ocurría en la sensual y violenta “Instinto básico”, en esa secuencia final protagonizada por un picahielos, invitado especial del postrer encuentro íntimo entre Michael Douglas y Sharon Stone. Y hay otras películas, como “El señor de los anillos”, que te dejan con la miel en los labios, ansioso porque se estrene su continuación. Es una táctica muy habitual en películas que tienen decidido, de antemano, que contarán con una continuación. Las sagas de “Piratas del Caribe”, “Mátrix” o, más lejana en el tiempo, la de “Regreso al futuro”; copiaban el esquema de aquellos históricos seriales televisivos que dejaban colgados a los protagonistas en un precipicio, de una semana para la siguiente, concitando el interés ansioso de los espectadores. Las series de televisión también se terminan. Después de resolver el enigma sobre quién mató a Laura Palmer, el agente Cooper permaneció en el pueblo de Twin Peaks, intentando capturar a su archienemigo, Windom Earle. Pero las presencias maléficas que habitaban en los bosques hicieron de las suyas, de forma que, al final de la serie, el mismísimo Dale Cooper se encontró poseído por esas fuerzas diabólicas que dejaban abiertas, de par en par, las puertas del averno.
Al Gore, ex Vicepresidente de los EE.UU. y Premio Nóbel de la Paz, fiel seguidor de la serie, tenia que tomar un vuelo para Estambul justo el día en que se iba a emitir el último episodio de la misma. Como no quería perdérselo, movió los hilos para que le dejasen verlo en exclusiva, lo que generó un agrio debate dentro de la Paramount. La solución fue de lo más imaginativa. El estudio le entregó un maletín con una combinación numérica y sólo cuando el avión estuvo en vuelo dieron a Gore la combinación que le permitió ser uno de los primeros ciudadanos del mundo en ver el desenlace de “Los Soprano”, detalle, por cierto, que irritó notablemente a Rudy Giuliani, ex alcalde de Nueva York, compulsivamente celoso por este trato de favor dado que él era otro furibundo fan de Tony y los suyos.
La pregunta sería, por tanto, si el final de la serie estuvo a la altura de lo esperado. Y la respuesta es que… bueno. Hubo división de opiniones ante esa última secuencia, del clan comiendo aros de cebolla, una secuencia que entronca a las mil maravillas con la filosofía de la serie, por otra parte. Y queda el futuro. Podemos anticipar que habrá algunos finales polémicos, en los próximos meses. Por un lado, el de la película “Watchmen”, basada en el famoso tebeo de Alan Moore. Y, por otro, el de la serie “Perdidos”, que se cruzan apuestas en los mentideros televisivos sobre si es posible que los supervivientes del vuelo de la Oceanic tengan una salida digna, tras el embrollo que han ido tejiendo los guionistas de otra serie revolucionaria. Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
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Día: 24 de marzo de 2008
ÁFRICA ¿EL FRACASO DE LA HUMANIDAD?
Tengo un amigo que, hará un par de años, se fue a Kenia. Cuando volvió, antes de preguntarle por lo que le había parecido el viaje, comencé a glosar las maravillas de esa parte del mundo. Al terminar de exponer mis razones, mi amigo, muy serio, me espetó un demoledor “permíteme que disienta” que me dejó sin palabras. Entonces recordé sus ojos, alegres y vivaces, cuando caminábamos por París, ciudad a la que mi amigo definía como la capital del mundo y donde, decía, podríamos buscarlo si alguna vez decidía cambiar de aires y perderse del mundanal ruido.
Mi amigo, que es un racionalista, humanista, enciclopedista y convencido defensor de la leyenda “Libertad, igualdad, fraternidad”, no consiguió disfrutar de un África que, para él, representa el fracaso de la humanidad, contemplada desde un punto de vista económico-desarrollista. ¿Cómo comparar Nairobi con París, la ciudad perfecta, la capital de las vanguardias artísticas y gastronómicas, faro de una revolución en que conviven Notre Dame, la torre Eiffel y el Arco de la Defense? París es una ciudad hecha por el hombre, a la medida del hombre y para disfrute del hombre.
En África, sin embargo, el hombre se siente pequeño y sigue estando a merced de una naturaleza indómita y salvaje que, cuando quiere, juega con él. Así, lo primero que los europeos tenemos que hacer, antes incluso de poner un pie en el vecino continente, es vacunarnos contra un montón de enfermedades que, por suerte, hace decenios que fueron erradicadas de nuestra tierra, de la fiebre amarilla y la polio a la profilaxis de la terrible malaria.
Y, después, en cuanto arribamos al continente negro, los europeos retrocedemos otro puñado de décadas en nuestro estándar vital. En África todo es difícil y complicado, duro y, en muchos casos, absurdo, caótico y surrealista. Desde los interminables trámites burocráticos para entrar en cualquiera de sus países al ruido, el humo de los coches, el estruendo y el caos generalizado. Entrar en África es dar un salto atrás en el tiempo. Es volver al origen primigenio del ser humano. Porque en el principio estuvo África.
El calor, la humedad, los insectos, los mosquitos, las incomodidades y la mala comida contrastan con el colorido de una vitalidad sin límites, con el sonido una explosión de vida sin parangón en nuestras sociedades frías y liofilizadas, reglamentadas y racionalizadas.
Los caminos de África, rojos, hechos de tierra, sirven para que centenares de persones los transiten en coche, pero mayoritariamente, en autobuses cochambrosos, en burro, en bicicleta y, por su puesto, caminando. Carreteras, pistas y caminos de dimensión todavía humana, previa al desarrollo tecnológico de nuestras autovías y autopistas.
En África todo es desmedido y extremo. E imperfecto. Desde sus democracias corruptas a sus aires acondicionados inservibles. El tiempo pasa más despacio y la noche sucede al día sin solución de continuidad. Se trabaja de sol a sol y de noche, se descansa. O no. Pero la ausencia generalizada de luz eléctrica hace que la vida de paralice. La vida, como la entendemos nosotros.
Porque en África, la vida es diferente. Y los europeos que viajamos allí es precisamente eso lo que vamos buscando: sentir experiencias sensoriales diferentes. De la inmensa soledad y el vacío de los desiertos a la magnificencia de los grandes mamíferos en libertad pasando, por su puesto, por unas relaciones humanas que en nada se parecen a las de nuestros países de origen. En África la gente se toca, se abraza, se habla, se canta y se devora con la vista, sin disimulos o vergüenzas. Porque todo es primitivo, todo el primigenio, simple y básico. En África se ama, se odia, se quiere y se mata con una fuerza, pasión o saña que nosotros ya no conocemos. Y esa vida sencilla: un trozo de carne en las brasas de un fuego, un té caliente al atardecer, una cerveza a mediodía. La charla nocturna, el saludo de un niño o una partida de Awalé después de comer.
Cuando en nuestro mundo hemos procurado reducir la naturaleza a límites tolerablemente humanos, mecanizando las sierras, dibujando los senderos de las montañas, balizando las playas, reconduciendo los cauces de los ríos y reglamentando hasta el comportamiento humano más sencillo; África supone un soplo de libertad en que no hay cinturones de seguridad, controles de alcoholemia o legislación antitabaco.
No vamos a África a regodearnos en la miseria de los demás. No. Vamos a África en busca de una libertad que hemos perdido en nuestra vida, de unos horizontes impensables en nuestra vista cotidiana, de unos sonidos que ya no somos capaces de escuchar en nuestras sociedades, de unos colores tan fuertes que hieren la vista, de unos olores tan profundos que apabullan nuestros sentidos. Buscamos la pureza, la luz y la esencia de unas relaciones hombre-hombre y hombre-naturaleza que, a lo largo de diversas generaciones, hemos sepultado bajo toneladas de cemento, asfalto, humo y legislación.
Por eso, cuanto menos desarrollado está un país en África, más auténtico lo encontramos, más fuerte es el impacto, más calado tiene la conmoción y mejor nos sentimos allí. Sobre todo porque, pasados unos días, unas semanas o unos meses, volveremos a la comodidad de nuestros hogares y podremos narrar nuestra gran aventura africana a los amigos en torno a un buen vino, en la calidez de un bar debidamente acondicionado y que cumple todas las normas higiénicas que aquí son felizmente exigibles.
Es el contrasentido de África. Intelectualmente, queremos que mejore, que crezca y se desarrolle. Sensorialmente, no. Hoy por hoy, el hecho de que buena parte del continente africano se encuentre sumido en el subdesarrollo hace que allí podamos encontrar muchas de las cosas que aquí hemos perdido y que echamos de menos. Porque África es el fracaso de una humanidad basada en el desarrollo científico, técnico, arquitectónico y sanitario. Y, sin embargo, África es la celebración de una humanidad primordial en la que prima una forma alegre, festiva, lenta, colorista, apasionada, cálida, feraz y bulliciosa de entender la existencia.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.