LOS CALCETINES ROJOS

Hoy tengo puestos los calcetines rojos. Unos calcetines rojos. Gruesos. Grandes. Anchos. Cómodos. Agradables. O, al menos, yo los siento así.

Vestir los calcetines rojos es toda una declaración de intenciones. Sacai ya lo sabe. Cuando me ve con ellos puestos, ya da por supuesto que no hay Mercadona, cine, cañas o paseos que valgan. Porque cuando me pongo los calcetines rojos es que tengo intención de atrincherarme en casa, con un buen puñado de horas “productivas” por delante, y no pisar la calle.

La vida que nos hemos impuesto parece obligarnos a estar todos los días atendiendo compromisos, citas, reuniones, eventos, etcétera. Cada vez somos menos dueños de nuestro tiempo. Y, por eso, de cuando en vez, a las tres de la tarde, o a las cinco, cuando vuelvo de correr, me pongo mis calcetines rojos.

Porque esas horas van a ser mías y me las voy a administrar como me dé la gana. Es un acto de íntima rebeldía contra nosotros mismos y nuestra ansia por hacer cosas, ir a sitios, participar de actividades.

En esta vida occidental nuestra, el tiempo es un lujo. Cuántas más horas diarias eres capaz de administrarte libremente, más rico eres. Y, en esa administración del tiempo, hay una modalidad que adquiere una especial relevancia: el tiempo espontáneo.

Porque quedar con los amigos para ir al cine o para echar unas canastas, por supuesto, es placentero, necesario, delicioso. Pero, a veces, tener un puñado de horas por delante para hacer lo que, literalmente, te de la gana; sin planes preconcebidos, provoca una relajación mental y un bienestar espiritual que no tiene precio.

Al final, por supuesto, terminamos invirtiendo el tiempo espontáneo en esas cosas que tanto nos gustan: leer, escribir, dormir, ver una peli, una serie… pero a tu aire. Sin horarios, sin dependencias, sin obligaciones.

El cuerpo se relaja, disminuyen las pulsaciones y el tiempo transcurre más lentamente. Y, por eso, de cuando en vez, como esta tarde, me gusta estar tirado en casa, con los calcetines rojos puestos, sabiendo que nada ni nadie me esperan hasta las 8 am de mañana. ¡Un botín de horas! ¡Un tesoro de tiempo! ¡Un placer inigualable!

Y, por eso, la frustración del pasado domingo, que contamos en “No es bueno que el hombre esté solo”.

Jesús Lens, hoy, gnomo colorao.

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EL COSTE HUNDIDO Y LOS PLAY OFF DE LA NBA

¡Animo Pau!
Que ese 2-0 no pese el próximo partido…

Vamos con una entrada del Proyecto Florens en que retomamos el espíritu de vincular el deporte con la cuestión de la gestión empresarial. Tras haber reseñado libros (Stopper), escrito relatos (X quería correr), haber contado anécdotas personales (Un encuentro con Haile Gebreselassie) o habernos mirado el mundo desde la particular óptica de los porteros de fútbol; volvamos a la historia, pura y dura.

Me gustan los partidos de la NBA. Sobre todo, cuando llegan los play offs y los mismos equipos se pueden llegar a enfrentar hasta en siete ocasiones consecutivas, al extenuante ritmo de un partido cada dos noches.

Esta continuidad en los enfrentamientos posibilita que los mismos jugadores se vean las caras una y otra vez en la cancha de juego, teniéndose que atacar y defender mutuamente, poniéndose tapones, quitándose rebotes o machacando el aro rival tras dejar sentado al jugador contrario.

En fútbol, los jugadores de un equipo defienden a los atacantes del contrario, pero no suelen producirse duelos directos entre ellos. Raúl se las tiene que ver con la defensa del Barça y, Torres, con la del Chelsea. Sergio Ramos, por contra, se pelea con Etoo o con Ronaldinho, pero rara vez se encara con el jugador que ocupa su posición en el campo del equipo contrario. En balonmano, los jugadores de ataque y defensa son distintos y en volley o en tenis, cada cuál ocupa un espacio inviolable por el rival.

En baloncesto, sin embargo, la tensa relación de Kevin Garnett con Rashid Wallace se repite una y otra vez, ora en el aro de Boston, ora en el de Detroit. Por eso, duelos como el de LeBron con Paul Pierce, en el séptimo y último partido de las semifinales de conferencia entre Cleveland y los Celtics, pasan a la historia, viéndose lanzamientos inverosímiles que eran respondidos por fulgurantes penetraciones a las que seguía un mate rotundo o un triple demoledor.

La tensión que se vive en un partido de baloncesto, por tanto, es máxima. Y, sin embargo, los grandes y mejores profesionales son los que saben mantener la cabeza fría en los momentos más calientes del juego.

Demos cancha a un ex jugador de los San Antonio Spurs, Avery Johnson, quién señala cómo una vez, durante un partido, estaba desquiciado tras haber errado tres lanzamientos fáciles. “Tim, en pleno juego, vino hacia mí y me dejó perplejo al preguntarme: ¿qué música te gusta escuchar? Enseguida comprendí dónde quería ir a parar: lo hecho no tenía ya ninguna importancia. Abrumarme por los fallos era contraproducente.”

El Tim del que habla Avery es Tim Duncan, apodado La Esfinge, ganador de cuatro anillos de campeón de la NBA, dos veces el mejor jugador de la temporada regular (2002 y 2003) y tres veces elegido mejor jugador de las series finales (1999, 2003 y 2005).

La Esfinge no es un jugador cualquiera. Nació en las Islas Vírgenes y no empezó a jugar al baloncesto hasta que tuvo catorce años. Antes, se dedicaba a la natación, llegando a ser el mejor nadador estadounidense de 400 metros estilos de su edad. Pero un físico privilegiado le condujo al mundo de la canasta, con tanto éxito que, desde su primera campaña en el baloncesto universitario, en Wake Forest, los grandes equipos profesionales le empezaron a tirar los tejos. Sin embargo, Duncan terminó su formación universitaria: se lo había prometido a su madre, antes de que ésta muriera de cáncer, cuando él todavía era un adolescente.

Efectivamente, Tim culminó su carrera de psicología y, después, dio exitosamente el salto al baloncesto profesional. En su carrera triunfal han sido determinantes, por supuesto, sus condiciones atléticas. Pero también su cabeza bien amueblada. “Soy discreto porque pienso demasiado. Es lo que me gusta, pensar”.

Ahí es nada. Pensar. Rara vez veremos a Duncan proferir gritos histéricos después de poner un tapón o de ejecutar un mate. Nada de muecas, gestos y aspavientos. Si te muestras eufórico tras la consecución de un pequeño logro parcial, te mostrarás iracundo, decepcionado y frustrado tan un error, estando en las peores condiciones para responder positivamente cuando las cosas no estén saliendo bien. Porque llegarán las precipitaciones, los errores aún mayores, las protestas, las faltas técnicas, etcétera. Poco espectacular, sobrio y fiable, La Esfinge siempre toma la mejor decisión de las posibles.

Da igual que una noche, Duncan apenas haya metido una canasta o no haya reboteado con contundencia. A la noche siguiente, su contrincante sabe que nada de lo que pasó la víspera afectará a su juego. Y, posiblemente, será letal.

A esta forma de actuar, en el mundo de las finanzas, se le llama “coste hundido”. Los costes hundidos son aquellos que, por haberse producido, ya no pueden recuperarse y, por tanto, no deberían ser relevantes en los procesos de toma de decisiones.

Un ejemplo. Compras un paquete de acciones de la compañía Tal por un precio de 15 euros la acción. ¿Debe afectar a la decisión de venta de dicho paquete accionarial lo que te costó en su momento? Una primera intuición nos lleva a pensar que sí: si compramos por 15 y queremos hacer negocio, debemos vender siempre por encima de ese valor. ¿De acuerdo?

Pues no. Fiar la orden de venta al precio que pagaste en su momento por la adquisición de las acciones puede ser una estrategia de lo más inadecuada, como los compradores de acciones de Terra, en su momento, podrían atestiguar. Lo que hayas pagado por las acciones es un coste hundido y no debe afectar, en absoluto, a la posterior toma de decisiones sobre su venta o mantenimiento en cartera.

Es lo que empieza a pasar, por ejemplo, con el mercado de la vivienda. Hasta hace pocos meses, todo el que tenía un poco de dinero ahorrado, invertía en ladrillo, en la confianza plena de que su inversión se revalorizaría un 15-20% al año. Así, nadie dudaba en hipotecarse, con los tipos de interés muy por debajo del 5%. Pero llegó la crisis, el mercado se ralentizó, después se paró y ahora ha comenzado una decidida marcha atrás. Y mucha gente no sabe qué hacer con esas viviendas adquiridas a modo de inversión.

– Vender, claro.
– Sí. Claro. Pero ¿por cuánto?
– ¿Cuánto pides?
– Teniendo en cuenta que la casa me costó 20, y dado lo mal que están las cosas, vendo por 22. Para ganar algo. O por 20. Para no perder.
– Vale. Pero es que te ofrecen 18.
– Ya, pero yo pagué 20.
– Sí. Pero el mes que viene te ofrecerán 17.
– Ya, pero es que yo, por menos de 20, no vendo.
– Vale. Pero ¿tienes capacidad de aguante para no vender en los próximos, digamos, tres años?
– No.
– ¿Entonces? ¿Vendes por 18 hoy?
– Es que a mí me costó 20.

Y así podríamos seguir hasta el infinito.


Tim Duncan, imperturbable, nos diría que, a lo hecho, pecho. Tras perder su segundo partido de play offs contra los Lakers de Gasol en las finales de Conferencia del 2008, San Antonio arrasó a los angelinos dos días después. Sin contemplaciones. Manu Ginobili, que había fallado todos sus triples en el partido anterior, clavó cinco lanzamientos de cinco intentos, dejando sin respuesta a Kobe Bryant y los suyos.

Hay otras ocasiones, sin embargo, en que los errores y los fallos conllevan unas consecuencias tan catastróficas, que ni La Esfinge más pétrea sería capaz de permanecer imperturbable.

Aunque éste es un tema que abordaremos en un capítulo especial de este Proyecto Florens, apuntaremos un nombre: John Terry, capitán del Chelsea, un tradicionalmente popular equipo de fútbol londinense que fue comprado por un magnate petrolero ruso. Abramovich le inyectó millones y millones de euros hasta que por fin, consiguió plantarlo en la final de la Liga de Campeones.

El partido, jugado de poder a poder contra el Manchester United, terminó en tablas, de forma que la Copa de Europa del 2008 se tuvo que decidir en la tanda de penaltis, esa lotería que tantas taquicardias provoca.

En la tercera tanda, falló Cristiano Ronaldo, el crack mediático del momento. Y llegamos a la quinta y ¿definitiva? ronda de lanzamientos. Primero, el Manchester. Gol. Tras sus cinco lanzamientos, el United sólo había marcado cuatro goles. Era el turno del Chelsea, que todavía no había marrado ningún lanzamiento. Si mandaba el balón a la red, la Copa era suya. El hombre encargado de ello: John Terry, capitán del equipo y de la selección inglesa, hombre de carácter, sobrio y experimentado. Sitúa el balón en el punto fatídico, toma carrerilla, se resbala justo antes de golpear el balón… y manda el balón a las nubes.


El marcador volvió a igualarse y, en el séptimo lanzamiento, el francés Nicolás Anelka, delantero del Chelsea y uno de los mayores bluffs en la historia del fútbol, falló su penalti. El Manchester United era campeón, Ronaldo respiró tranquilo y comenzaron los problemas para un John Terry que, días después del partido, declaraba a los medios de comunicación que no podía dominar la ansiedad, que apenas dormía y que tenía continuas pesadillas con ese penalti fallado. Además, Inglaterra no se ha clasificado para la Eurocopa, por lo que el gran capitán no tendrá ocasión de redimirse hasta la próxima temporada.

¿Afectará este hecho al rendimiento futuro de John Terry? Sólo el tiempo lo dirá, pero la historia nos dice que es posible. Que depende de su psique, pero que sí. Que hay fallos que, por desgracia, marcan toda una vida. Costes hundidos que pesan como una losa, no permitiendo que quiénes han de soportarlos puedan volver a sacar la cabeza.

Costes hundidos que se transforman en un lastre de por vida. Costes hundidos que hunden a algunas personas. Porque jamás conseguirán dejarlos atrás.

El Proyecto Florens es una iniciativa de Jesús Lens y José Antonio Flores.

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