La columna de hoy de IDEAL.
Reconozco que no me gusta la Fórmula 1. Ni la entiendo ni la soporto. Pero me cae bien Fernando Alonso. Este año. Cuando pierde. Me gusta ver su rictus angustiado en las fotos, después de un abandono o de llegar el séptimo a la meta. Y no es que me regodee en sus derrotas, haciendo bueno el tópico español sobre nuestra mezquindad para con los triunfadores; sino que le veo más apostura y dignidad ahora que cuando ganaba las carreras.
Fracaso. La estética del perdedor. ¿Han visto al actor Mickey Rourke recogiendo el León de Oro del Festival de Venecia? Pocos rostros como el del protagonista de “Nueve semanas y media” para certificar los estragos del tiempo, los abusos contra el cuerpo y la mente en las vertiginosas espirales descendentes protagonizadas por las drogas y alcohol. Adoro a Rourke. En sus días de gloria, cuando era el Chico de la Moto o el detective Harry Angel. Pero, sobre todo, ahora, cuando presta su vapuleado rostro a personajes como el de ese “El luchador” que ya ansiamos ver.
Me gustan las historias de perdedores. Se aprende infinitamente más de una derrota que de cien victorias. Por eso estoy disfrutando cada página de “El síndrome de Mowgli”, la nueva y premiada novela de Andrés Pérez Domínguez, publicada por Algaida y protagonizada por un perdedor de libro: un ex boxeador con ínfulas literarias, traicionado por su gente más cercana. A través de una cuidada prosa, la historia de Montalbán y la taimada Lola trae ecos del mejor género negro, repleta de mujeres fatales y soñadores irredentos.
Además, en la novela juega un papel trascendental uno de esos programas de radio para noctámbulos en que, en las horas más oscuras de la madrugada, los oyentes rumian sus penas y angustias en antena. Historias casi siempre tétricas, sean más o menos veraces o exageradas. Personas que confían al vacío de la noche sus decepciones, sus miserias, sus fracasos.
Y es que perder es cuestión de método. Como el prodigioso Gaviero de Alvaro Mutis. Como los personajes de las películas de John Huston o las novelas de Ernest Hemingway. Como ese Roberto Iniesta, un Correcaminos que habla con la sabiduría que confiere el fracaso y que, con sus Extremoduro, ha vuelto a escena, publicando un disco con un solo corte de cuarenta y pico minutos, titulado “Dulce introducción al caos”.
No es sencillo, ni mucho menos, ser un buen perdedor. Y no es sólo cuestión de ética, sino de estética. Un buen perdedor ha de ser un tipo duro, solitario, discreto, callado, fuerte, de rostro pétreo, coriáceo, cincelado por los golpes de la vida.
No podrá ser ni un esperpento lacrimógeno, desmadejado y roto, ni un histérico parlanchín. Estos serán, en el mejor de los casos, unos fracasados insoportables, pero nunca heroicos perdedores de ley, dignos protagonistas de historias imperecederas.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
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