El pasado año se celebró el cincuenta aniversario de la que es, posiblemente, mi película favorita. Hoy quiero recordar este artículo, publicado en IDEAL. El jueves se entenderá el porqué, hoy recordamos este artículo.
(Si no han visto la película, en vez de perder el tiempo con esta entrada y con los vídeos que la acompañan, deberían busca una copia y disfrutar de lo mejor del séptimo arte…)
Este artículo está dedicado a mi padre, En su “Recorrido personal por el cine norteamericano”, el conocido director Martin Scorsese, hablando de “Centauros del desierto”, señalaba que, tras años de búsqueda, cuando Ethan finalmente encuentra a su sobrina, secuestrada por los comanches siete años atrás, no se sabe si la va a matar o la va a salvar. Insiste en que no hay que esperar un final feliz, ya que Ethan no encontrará ningún hogar o familia al final del camino. Ethan está maldito, condenado a seguir siendo un ser errante, destinado a vagar eternamente por el mundo.
Y es que pocos finales de una película han hecho derramar tantos ríos de tinta a lo largo de la historia como esa memorable secuencia en que, después de que todos los protagonistas hayan entrado en casa, por parejas, muy despacio; Ethan, el personaje interpretado por John Wayne, que ha permanecido en el exterior, mirándoles, se da la vuelta y, con un andar entre pausado y desganado, dirige sus pasos de nuevo hacia el horizonte mientras la puerta de la casa se cierra para él y las palabras “the end” aparecen en pantalla, mientras las voces del grupo “The sons of pioneers” comienzan a desgranar la canción de Stan Jones, compuesta para la película: ¿Qué lleva a un hombre a vagar?
Se cumplen ahora cincuenta años del estreno de “Centauros del desierto” una de las grandes obras maestras imperecederas de ese genio del cine llamado John Ford. Cincuenta años que no han restado un ápice de fuerza y emoción a un western de una intensidad arrebatadora que, a través de unas imágenes de una belleza sin igual, nos cuenta la obsesiva búsqueda de una joven secuestrada por los indios, protagonizada por su tío, el enigmático y atormentado Ethan, y por su hermano de adopción, un mestizo llamado Martin. En “Centauros del desierto”, la historia de un largo y complicado viaje por todo el Suroeste de los Estados Unidos recién salidos de la Guerra de Secesión, John Ford traslada al universo del western, al espectacular decorado natural del Monumental Valley, el mito del eterno retorno, subiendo a lomos de caballo el célebre aforismo de Pompeyo: “Vivir no es necesario; navegar sí.”
Y es que estamos ante una de las películas más importantes de la historia del cine, uno de esos títulos fundacionales que consolidaron toda la mitología del western y algunos de sus iconos esenciales, como el del viejo pistolero solitario y errabundo o el de esa camaradería que sólo puede surgir entre dos personas que cabalgan, una junto a la otra, durante semanas y meses, durmiendo al raso y teniendo que vencer todo tipo de peligros y dificultades. El racismo y las siempre difíciles relaciones con los indios, el Séptimo de Caballería, las secuelas de la Guerra de Secesión, los amores frustrados e imposibles, la necesidad de venganza, la contradicción entre seguir el camino o volverse a casa, entre continuar la búsqueda o rendirse, entre seguir esperando el retorno del ser querido o renunciar a él y casarse con otro…
Son tantos los temas que John Ford aborda en “Centauros del desierto” que, cada vez que vuelves a ver la película, le encuentras detalles, giros y aspectos nuevos, distintos y, sobre todo, hermosos. Como el cariño con que Martha dobla y acaricia el capote de Ethan ante la comprensiva mirada del singular reverendo interpretado por Ward Bond.
La mirada de Ethan, perdida en el horizonte, impotente, mientras seca el sudor de su caballo, sabiendo que no va a poder ayudar a su familia en peligro. O diálogos tan sugestivos como éste: – “Hemos fracasado. ¿Por qué no lo confiesa?
“Centauros del desierto”, además, nos depara, posiblemente, la mejor interpretación de la larga carrera John Wayne. Su Ethan es tan duro e implacable como tierno y socarrón. Tan sólido y frío cuando dispara contra los indios como sensible y vulnerable cuando tiene que enterrar a una de sus sobrinas, con sus propias manos. Una personalidad compleja y contradictoria que llega al paroxismo cuando, por fin, encuentra a la pequeña Debbie, convertida en una hermosa comanche. Y, como decía Scorsese, no se sabe si la va a salvar… o la va a matar, he ahí la gran tragedia de una excepcional película que, a sus cincuenta años de edad, sigue emocionando al espectador, sacudiéndole en su asiento, hablándole de algunos de los temas que preocupan al hombre desde el inicio de los tiempos, haciendo que se le salten las lágrimas cada vez que la ve. Jesús Lens Espinosa de los Monteros. |
Día: 27 de octubre de 2008
CRISIS vs. POBREZA
Se calcula que, con 125.000 millones de dólares, se erradicaría la pobreza extrema en el mundo. El economista Jeffrey Sachs, autor del excelente y esencial libro “El fin de la pobreza”, publicado por la editorial Debate, lo ha cifrado exactamente, a través de un riguroso y apasionante estudio que, dejando atrás las abstracciones de siempre, demuestra que, si queremos, podemos. Y así se subtitula, precisamente, el libro de Sachs: “Cómo conseguirlo en nuestro tiempo.”
A lo largo del tiempo, cada vez que se han planteado estas cifras y estas necesidades, a todos se nos ha venido a la boca una palabra: utopía. Estemos más o menos concienciados por el problema de la pobreza en el mundo, siempre nos hemos refugiado en las excusas más peregrinas para justificar nuestra imposibilidad terminar con una lacra que, en el siglo XXI, resulta inconcebible.
Por si no queremos perdernos en las macrocifras, recordemos, a título de ejemplo, que por el precio de dos SMS, un niño del Malí comería tres veces al día, en vez de esa única comida a base de mijo que hace ahora. Que unas Nike cuestan lo que dos años de escolarización de ese mismo niño o que un profesor gana 120 € al mes.
Y, sin embargo, estos meses nos están sirviendo para llevarnos un restregón de realidad que, la verdad, no sé si nos hará abrir los ojos o, por contra, nos llevará a cerrarlos total y definitivamente. La crisis, ya lo sabemos todos, ha dado cerrojazo el mercado interbancario y la falta de liquidez ha provocado un contagio sistémico de pánico, poniendo en jaque al sistema capitalista en su conjunto.
Aún así y de momento, no parece que nadie se haya suicidado, como ocurriera el año 29, tirándose desde un rascacielos. Han desaparecido cientos de miles millones de euros, vale. Pero parece ser dinero improductivo, virtual, ficticio, como el del Monopoly. La crisis, en fin, parecía haber hundido un castillo de naipes insostenible, cimentado en pies de barro.
Y, así las cosas, ¿cómo han reaccionado nuestras autoridades?
Pues de una manera muy curiosa: poniendo en marcha, de forma inverosímilmente rápida, un plan de salvación del sistema neocapitalista que, sólo en Estados Unidos, se ha cifrado en 750.000 millones de dólares.
Bidonvilles africanas: ¿Por qué aquí no hay subprime?
Volviendo al principio de estas notas… terminar con la pobreza extrema que mata, cada año, a millones de personas, costaría 125.000 millones de dólares. Y no estamos, ni de lejos, en el camino para conseguirlo. Sin embargo, en apenas unos días, aparecen 750.000 millones, sólo en Estados Unidos, para salvar la banca.
Llámenme simplista, maniqueo, infantil, soñador, iluso… Llámenme lo que quieran, pero piénsenlo y sólo podrán llegar a una conclusión racional, harto sencilla: ¡Esto es una ignominia!
Por mi parte, estoy feliz de que se salve el sistema, no se pierdan los ahorros de la gente, podamos cobrar la nómina a final de mes y ver el fútbol el domingo. Me quedo profundamente tranquilo al contemplar que el mundo sigue girando y las Bolsas engordando. Y, sin embargo, no puedo evitar sentir rubor y vergüenza por cómo Occidente está salvando las excrecencias de un sistema corrupto hasta la médula mientras seguimos dejando que, cada cinco segundos, un niño muera de hambre en África.
Para nosotros, todo. Para ellos, nada.
Tengo esa sensación que te embarga en las noches de verano, cuando te has tomado tres sangrías y te tumbas a mirar el cielo estrellado. Empiezas a pensar en el cosmos, en las distancias siderales y en la vastedad del universo; te abrumas, te levantas y te vuelves a la orza, por otra sangría. Y a la barbacoa, por un pinchito, a charlar con algún amigo y reír con el último chiste del momento.
Así somos.
Ojalá que, al menos, la historia nos juzgue con la severidad que nos merecemos. Porque somos culpables de la muerte de decenas de millones de personas. Si no por acción, sí por omisión. Por omisión. Usted y yo. Somos culpables.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
Más reflexiones sobre la Crisis: Subcrime organizada, IMG el Dólar del Pánico, y aquélla respuesta a una carta al director basada en el artículo Manda crisis.
Etiquetas: pobreza, crisis, economía, vergüenza, hambre, jefrey sachs