Os aseguro que ésta no la veo. Y me apostaría el portátil en que escribo estas palabras a que tú tampoco.
¿Has visto en trailer? ¿Te atreverás? ¿Osarás verla en el cine? Jaume Balagueró… aterrador.
Jesús Lens.
Os aseguro que ésta no la veo. Y me apostaría el portátil en que escribo estas palabras a que tú tampoco.
¿Has visto en trailer? ¿Te atreverás? ¿Osarás verla en el cine? Jaume Balagueró… aterrador.
Jesús Lens.
La columna de IDEAL de hoy viernes, en clave sencillita, poco polémica, costumbrista.
Este año, inmersos en la furibunda crisis que nos invade, parece que estamos menos receptivos a darnos esas pantagruélicas comidas de empresa que enlazan con la cena de la Peña para, al día siguiente, continuar con un ágape con los amigos del Club y terminar con unas cervezas con los ex compañeros de facultad.
Esta ralentización del ritmo gastronómico no sólo resulta beneficiosa para el bolsillo de (casi) todos, sino también para la salud, el colesterol y los triglicéridos. El problema es que, de esta manera, parecemos perder el contacto con los amigos. Si un colectivo no se junta a final de año, parece que algo no va bien entre sus integrantes, como si fueran una pareja que no celebra su aniversario.
Hay una fórmula muy sencilla, sin embargo, de demostrar aprecio por la gente: el regalo. Y no es fácil, regalar. Es decir, resulta difícil dar con el regalo adecuado para una persona, siempre que quieras ir más allá de un simple y sencillo «salir del paso».
Por eso, a mí me encanta regalar libros. Me gusta recordar los gustos literarios de mis amigos e intentar anticipar qué libro les puede emocionar cuando lo reciban o, al menos, qué título les va a arrancar una sonrisa al terminar de desenvolverlo. Y no es baladí, regalar un libro. Sobre todo, porque buena parte de los lectores terminan llevándoselo a la cama y acostándose con él.
También me gusta, en otras ocasiones, regalar libros que se salen de lo normal, intentando sorprender a los amigos, descubriéndoles universos literarios nuevos, convenciéndoles de que otro mundo es posible. Y, por la misma regla de tres, me encanta que me los regalen a mí. Todavía recuerdo aquél día de mi santo en que Toñi, en vez de mis dos libros de rigor, pensó que había llegado la hora de regalarme algo más serio, como unos gemelos, porque había empezado a trabajar ¡Qué berrinche! ¡Qué mal rato!
Sólo una cosa me incomoda cuando recibo un libro: que alguien se sienta decepcionado si no lo leo en un plazo razonable de tiempo. Por eso me gustaron mucho unas palabras de Azaña, con las que me identifico plenamente: «El verdadero aficionado a los libros sabe que el placer concluye con su adquisición; mejor dicho, que la delicia suprema consiste en tener el libro a nuestro alcance, en saber que es posible leer en él… y luego no leerlo».
¿Les parece extremista? Quizá. Pero no le falta razón al viejo Azaña. En casa ya debo tener más libros de los que sería capaz de leer en tres vidas y, sin embargo, pocas cosas más reconfortantes y felices que recibir otro. Sobre todo, cuando se trata del libro preciso regalado por un buen amigo, en el momento adecuado, primorosamente dedicado. Los libros. Regalos sencillos, baratos, perdurables, que siempre valen mucho más de lo que cuestan.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
Más allá de la nominación de Javie Bardem y de Penélope Cruz, que no puedo valorar ya que no vi la película de Woody Allen (aunque me alegro por su nominación) «Vicky Cristina Barcelona», la lista de los nominados a los Globos de Oro nos deja un puñado de nombres conocidos y sinónimos de calidad y de películas interesantes (Danny Boyle, David Fincher o Sam Mendes) y ausencias notables como las de Clint Eastwood.
Han nominado a Heath Ledger y a los secundarios de «Tropic thunder», la última comedia de los Hermanos Coen y a Mickey Rourke, que lucha contra Brad Pitt o Leonardo di Caprio.
Sí.
Me gustan los premios, las listas, las nominaciones y demás parafernalia. Aunque ya no madrugue para ver la ceremonia de entrega de los Óscar.
(Las listas completas, a través de este enlace de El País, abajo del todo)
Para Julia y Juanjo,
personas con tacto, ambas.
De los diez sensacionales y extraordinarios episodios de la serie «Hermanos de sangre», producida por la imprescindible HBO, hay uno que me provocó honda impresión. Fue el titulado, sencillamente, «Bastogne» en el que se contaba cómo los miembros de la compañía Izzie aguantaron el embate del frío ambiental y del fuego enemigo en mitad de un bosque cubierto de nieve.
El protagonismo de dicho episodio recaía en una de las figuras esenciales en los ejércitos que participen en cualquier conflicto armado: el Sanitario, popularmente conocido como Doc.
Con su brazalete de la Cruz Roja en el brazo y con una sencilla bolsa verde colgada del hombro, el sanitario es la única frontera que separa a los soldados de la muerte. Tan sencillo como espeluznante. Y «Bastogne» así lo refleja, con toda su crudeza, con toda su grandeza.
Comienza el episodio con uno de esos sanitarios, hiperactivo, recorriendo las distintas posiciones del frente que ocupan las tropas norteamericanas, sin suministros, varadas en mitad de un bosque, en lo más crudo del crudo invierno. Busca morfina, vendas, plasma y unas tijeras. No para quieto. Aconseja, vigila, comprueba, cura…
Pero, de repente, empiezan a pasarle cosas raras. El fuego enemigo siembra de muerte y destrucción el frente y el sanitario ha de ir a retaguardia, acompañando a los heridos, que son alojados en una iglesia que hace las veces de hospital. Allí se encuentra con una enfermera francesa con la que se genera una corriente de simpatía muy especial. La ve trabajar con las personas y, emocionado, le dice una de las frases más hermosas que jamás escuché: «Tu tacto calma a las personas.»
¿Se puede decir más con menos palabras? Como si hubiera presenciado un milagro, como si se hubiera encontrado con un Ángel, el sanitario vuelve al frente, pero se ve invadido por una especie de catatonia paralizante, arrasado por la repentina lucidez adquirida sobre lo inútil de su esfuerzo: un hombre, nada más, enfrentado a la más perfeccionada maquinaria bélica de la historia.
Le asaltan las dudas, inconscientemente reniega de su labor y cada vez que se requiere de sus servicios, tarda más tiempo en reaccionar, hasta el punto de que su superior le manda de vuelta a retaguardia. Pero allí se ha desatado el infierno. En la iglesia donde conoció a su Ángel ha caído una bomba y sólo quedan los restos humeantes de los muros… y una prenda azul que el Doc identifica como de su enfermera, desaparecida. La guarda con delicadeza y vuelve al frente.
De inmediato, reclaman su atención. Ha de socorrer a un herido. Por instinto, coge la prenda azul de su Ángel para usarla como apósito. Duda. Amaga con guardarla de nuevo, pero la mira con detenimiento y, de repente, lo ve todo claro: los únicos Ángeles de la Guardia con que cuentan esos soldados son otros hombres. Hombres como ellos mismos. Hombres que portan el distintivo de la Cruz Roja. Así, el sanitario rasga la prenda azul y la aplica sobre la herida del soldado, consiguiendo que deje de manar la sangre. A fin de cuentas, su tacto también calma y cura a las personas.
Un episodio repleto de poesía, onírico, fantasmal, en que el rojo de la sangre sobre el blanco de la nieve confiere a las imágenes una fuerza sin igual. Los personajes apenas tienen nombre. Lo importante es, sólo, la persona. Su actuación, su comportamiento. Y los sanitarios de la Cruz Roja, convertidos en los verdaderos protectores, ángeles de la tropa, son el mejor exponente de la honestidad, la valentía y el compromiso del ser humano, aún en las situaciones más difíciles.
Antes de terminar, pinchen en este enlace, que nos llega desde la propia Cruz Roja. Se trata de colaborar con ellos al encendido de Más de un millón de luces de Esperanza. Merece la pena.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
Hace unos días, Néfer me dio una de las grandes alegrías de estas semanas, a través de la concesión a esta Bitácora de un premio estupendo: el Papiro de Lapislázuli.
A ella le acababan de conceder nada menos que el premio «Unicornio díscolo», y estaba exultante. Claro. Casi tanto como yo. Y como exultantes estaban Bomarzo y Claro, los otros dos galardonados con el Papiro de Lapislázuli.
Ahora, por tanto, debo responder a esta generosidad con la concesión de un premio a esas Bitácoras que, por alguna razón, me resultan especialmente sugerentes, queridas y necesarias.
Mi galardón será más de andar por casa. O, mejor dicho, más de deambular por bares, barras y tabernas; una de esas aficiones que nunca deben perderse: el Tucán cervecero.
Me gusta el Tucán por su colorido y, sobre todo, por ese enorme pico, con el que me siento identificado por ser un hablador impenitente y, en ocasiones, todo un bocazas.
Y lo de cervecero, por razones obvias, claro.
Tomo como modelo a ese Tucán que forma parte del imaginario de la Guiness y concedo el premio Tucán Cervecero a tres Bitácoras cuyos responsables son (un poco) como yo: habladores, positiva y creativamente procrastinadores, con intereses tan variopintos que a veces resultan hasta contradictorios. Mestizos en sus afectos artísticos y culturales, hedonistas, epicúreos y fieles practicantes de la máxima «Mens sana in corpore sano».
Los Tucanes Cerveceros de 2008, para Pateando el Mundo, son:
Las Opiniones Intempestivas de José Antonio Flores Vera.
http://opinionesintempestivas.blogspot.com/
Estoy que no puedo, de Gregorio Toribio Álvarez.
http://estoyquenopuedo.blogspot.com/
El rincón del Somardón, de Ricardo Bosque.
http://elrincondelsomardon.blogspot.com/
Jesús Lens.