Querido Antonio, me tienes que disculpar por haber sido tan perro el sábado anterior, pero hasta los mejores propósitos se desvanecen al calor de los mojitos bien preparados. Y créeme que la mía era la mejor de las intenciones.
Y es que bien sabes que soy un Malverde.
Y como un buen día te apropiaste -coyunturalmente- de esa leyenda, déjame que te cuente una historia que descubrí leyendo un libro glorioso: «El poder del perro»:
«Todo el mundo en Sinaloa conoce la leyenda de san Jesús Malverde. Era un bandido, un atracador osado, un hombre de los pobres que entregaba el botín a los pobres, un Robin Hood de Sinaloa. Se le acabó la suerte en 1909 y los federales le ahorcaron justo al otro lado de la calle donde ahora se alza su altar.
El altar fue espontáneo. Primero algunas flores, después una foto, después un pequeño edificio de tablas toscamente unidas, que los pobres erigían por la noche. Hasta la policía tenía miedo de derribarlo porque la leyenda afirmaba que el alma de Malverde moraba en el altar. Que si ibas a rezar, encendías una vela y hacías una manda, una promesa devota, Jesús Malverde concedía favores.
Depararte una buena cosecha, protegerte de tus enemigos, curar tus enfermedades.
Notas de gratitud detallando los favores concedidos por Malverde están clavadas en las paredes: un niño enfermo curado, dinero del alquiler reaparecido como por arte de magia, un detenido fugado, una sentencia de culpabilidad revocada, un mojado regresado sano y salvo del norte, un asesinato evitado, un asesinato vengado».
Evidentemente, ni soy santo ni soy ladrón, pero sí que soy tirando a osado. Así que, deseando estoy de que termine tu exilio voluntario en la Pérfida para unirme a cualquiera de las demenciales locuras atléticas que se te ocurran. Y, cuando quieras, nos vamos al país de los Aztecas, y dejamos una manda en el singular altar de este Santo tan peculiar.
Antonio, un abrazo de este otro Jesús Malverde.