Anoche dejábamos la imagen de ahí abajo, anticipando la propuesta de hoy. Como hicimos con las películas, se trata de elegir en unos minutos un puñado de lecturas que, por la razón que sea, nos impactaron, conmovieron, emocionaron, engancharon… y cuyo recuerdo permanece indeleble en nuestra memoria. Ojo. No se trata de buscar las mejores, más selectas y tal. Sólo es cosa de recordar felices momentos lectores.
Las mías serían éstas:
El cielo protector. Paul Bowles.
La hoguera de las vanidades. Tom Wolfe.
Sombra de la sombra. Paco Ignacio Taibo II.
El sueño de África / Vagabundo en África. Javier Reverte.
El gran desierto / L.A. Confidencial. James Ellroy.
A sangre fría. Truman Capote.
París no se acaba nunca. Enrique Vila Matas.
Fiesta / Las nieves del Kilimanjaro. Ernest Hemingway.
Cosecha Roja. Dashiell Hammett.
La vida exagerada de Martín Romaña. Alfredo Bryce Echenique.
Astérix en Córcega. Goscinny/Urdezo.
(Y, por supuesto, las ediciones en formato de tebeo de «Grandes novelas», que devoraba cuando era niño.)
La columna de hoy de IDEAL, haciendo recopilación, como corresponde en estas fechas.
Llega 2010. Cambiamos de década y los años que nos quedan por delante ya no llevarán impreso el Doble Cero que nos ha acompañado desde aquél ya pretérito y olvidado año 2000. ¡Quién lo diría! Con lo lejana que, de críos, veíamos esa mítica fecha. ¡El año 2000! ¡Qué viejunos seríamos entonces!
Y, sin embargo, aquí estamos, entrando en el 2010, peinando canas y queriendo olvidar las matemáticas y el calendario, un poco aterrados y en clara situación Precrisis de los Cuarenta, sinceramente. Y dado que mirar adelante da vértigo, es mejor echar la vista atrás, para ver qué nos ha dejado esta década que ya termina.
Y, la verdad, a grandes rasgos, lo más característico de la misma es, precisamente, el 00. La atonía. La nada, mayormente. ¿Qué grandes cosas le han pasado a Granada en esta década? Así a vuela pluma, podríamos decir que la consolidación y ampliación del Parque de las Ciencias, la puesta en marcha del Parque Tecnológico de la Salud y la sucesiva construcción de la Sede Central de CajaGRANADA y, sobre todo, de su Centro Cultural y Museo de la Memoria de Andalucía.
Y poco más.
Hay muchos centros comerciales, clónicos entre sí. Se ha abierto algún hotel de cinco estrellas y se han inaugurado algunos buenos restaurantes. El Granada CF sigue en 2ªB y el CeBé no se ha metido ningún año entre los ocho equipos de juegan los play off por el título. Ni tan siquiera la Copa del Rey.
¿Y qué más?
Pues así a bote pronto y sin tirar de hemeroteca o sin recurrir a la memoria de los amigos, poco o nada ha ocurrido en Granada en la década CeroCero. Eso sí, se acaba de aprobar la famosa Ordenanza Municipal que garantiza el descanso, la convivencia, el sosiego y la paz perpetua en las calles de nuestra ciudad. Es el signo de los tiempos. CeroCero, una etiqueta que contrasta con la denominación que los gurús han dado a los años de esta década que ya se termina: los Naughties. Los años traviesos. Los años pícaros. Para nosotros, sin embargo, Tiempos de Nada.
Es muy indicativo que las polémicas de esta década hayan estado protagonizadas por un carril bici destruido (ahora parece que se retoma la idea), por los alcorques de los árboles del Salón y por la renovación del bulevar de la Constitución, farolas futuristas incluidas. Sólo las obras del metro y la perspectiva del Milenio parecen haber suscitado un cierto interés por la Granada del futuro, con el famoso, polémico y debatido Parque. Pero nada más.
Magro balance para una década en blanco, inane, sosa y descafeinada. Una década a la que podríamos llamar de muchas formas, pero desde luego, nunca prodigiosa. La década CeroCero que, en tiempos de crisis, aún se contempla más gris, anodina y desangelada.
«La prudencia es una virtud que se acrecienta con los años».
De repente recibes esta frase en tu ordenador, sin filiación conocida (por lo que podemos atribuírsela a la ancestral y milenaria sabiduría de los chinos, por ejemplo) e, inevitablemente, te paras a pensar.
Prudencia.
Para Epicteto, «la prudencia es el más excelso de todos los bienes». Vale. Es difícil, a priori, no estar de acuerdo en considerar a la prudencia como una virtud. En una sociedad como la nuestra todos somos enormemente prudentes, empezando por Papá Estado, que vela por nosotros con un incansable denuedo. Desde que comenzamos a vacunar a nuestros pequeñuelos, nada más nacer, ya no paramos de ser prudentes.
Hacemos lo posible, lo imposible y más aún por blindarnos, en un intento de que nada ni nadie perturbe, nunca, nuestra tranquilidad. Cargamos nuestra vida de rutinas y la forramos de cuantas medidas de seguridad consideramos pertinentes, en un intento de ser felices, siempre y a toda costa. Al menos, moderadamente.
Para ello, por lo general, tendemos a convertir los caminos por los que solemos transitar en raíles ferroviarios que, para no descarrilar, tan seguros y fiables, no nos dejan salirnos de la senda trazada. Y cuando algo nos invita, obliga o exige salirnos de ese camino predeterminado, aplicamos el proverbio que reza «Nadie prueba la profundidad del río con ambos pies».
O sea que eso de lanzarnos al vacío lo dejamos para los héroes novelescos y cinematográficos, mayormente.
Y es verdad que, como los gatos escaldados en agua hirviendo, a medida que crecemos nos hacemos más y más cautos y prudentes. En realidad pienso que, más que por el hecho de envejecer, lo somos por la acumulación de experiencias. Las que nos salen bien, nos gustan y satisfacen, las encauzamos e intentamos incorporarlas a nuestras rutinas. De las que nos salen mal, aprendemos a rehuirlas y rechazarlas. A toda costa.
¿Y las que están por probar? Aconsejaba Tito Livio que «no des la felicidad de muchos años por el riesgo de una hora».
¿Qué os parece? ¿Estáis de acuerdo?
Riesgo.
Cuando somos jóvenes, tendemos a correr riesgos. Será por la insaciable curiosidad del ser humano trufada de la irreflexiva locura de la juventud, pero sí, asumimos riesgos que, más adelante, jamás osaríamos repetir. Cruzamos líneas que, después, nunca seríamos capaces de traspasar.
¿O no?
La lógica nos dice que, a medida que adquirimos conocimientos y experiencias, deberíamos ser capaces de asumir mayores riesgos, sabiéndonos más fuertes, más inteligentes, mejor formados, más preparados. Porque, lo que a los veinte años es un riesgo de proporciones homéricas, a los treinta no tendría porque dejar secuelas, en caso de salir mal. Al menos, no secuelas inasumibles.
Renunciar a los desafíos, a las novedades, al riesgo… ¿no es una pena?
Me gusta una frase del poeta latino Quinto Horacio Flaco: «Mezcla a tu prudencia un grano de locura». ¿Qué es la vida sin el aliciente, sin el aderezo de un poquito de improvisación, locura y desmesura? ¿Por qué negarnos a correr algunos riesgos? ¿Por qué dejar pasar oportunidades, tan sólo por el miedo al qué pasará o al y si sale mal? En una palabra, ¿dónde está el límite entre la prudencia y la más total y absoluta cobardía paralizante?
No olvidemos las sabias y lúcidas palabras del escritor y poeta italiano Arturo Graf: «hay algunos obsesos de prudencia, que a fuerza de querer evitar todos los pequeños errores, hacen de su vida entera un solo error».
Porque, cuando das un buen pase, no sólo eres feliz tú sino que haces feliz a otra persona. En este caso, el que mete la canasta o, jugando al fútbol, el que marca el gol.
De ahí que me guste pasar.
Pasar.
Una palabra con mala prensa. Quizá sea porque tiene hasta 64 acepciones distintas, según la RAE. Distintas, pero complementarias.
Pasar.
De «tener lo necesario para vivir» a «conceder graciosamente algo», pasando (sic) por «ocupar bien o mal el tiempo», «cesar», «ser tenido en concepto u opinión de» e, incluso, «proyectar una película cinematográfica»
Por todo ello, comprenderéis que, en general, tienda a pasar.
Siempre y cuando, por supuesto, no se interprete como abulia, falta de compromiso o dejadez. Paso de ese concepto de pasar.
Y me cuesta aceptar la máxima machadiana de que «todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos sobre la mar». Que me recuerda a la canción de Manu Chao, cuando dice eso de «soy una raya en el mar».
Me gusta pasar porque me gusta jugar en equipo, compartir, dar y disfrutar haciendo regalos. Por eso, cuando veo fútbol, más que con un gol, disfruto con un buen pase. Como los de ese genio que es Kaka, el mejor pasador del fútbol mundial. Y por eso no me extrañó, viendo la surrealista película «Buscando a Eric» que su protagonista, Cantona, recordase como su mejor jugada, precisamente, un pase que un compañero convirtió en gol. Porque, como decía el genio francés, siempre, siempre hay que confiar en tus compañeros.
Y en tus amigos.
Como se preguntaba George Eliot, seudónimo de la novelista británica Mary Anne Evans, «¿qué soledad es más solitaria que la desconfianza»?
Pasar. Compartir. Regalar. Trabajo en equipo. Porque «lo que no beneficia al enjambre, tampoco beneficia a la abeja», según decía Marco Aurelio en una de sus célebres Meditaciones.
Pasar.
¿Cómo, con quién y por qué queréis pasar vuestro tiempo?