Que una ciudad de ocho millones de habitantes albergue la nada desdeñable cantidad de 300.000 taxistas es toda una declaración de principios e intenciones.
Así es Lima: grande, ruidosa y desaforada.
– ¿Por qué no hay metro en esta ciudad? – le preguntaba a un taxista, en mitad de un atasco monumental.
– Porque es muy caro. Ahora hay obras para poner en marcha un Metropolitano de superficie, pero es no arreglará los problemas del tráfico de esta ciudad. Con lo que se gasta en combustible y la cantidad de horas laborales que se pierden por culpa de los embotellamientos, el Subte ya estaría más que amortizado.
A la verdad: un peatón no pinta nada en lima. Es como un blanco móvil. Porque el Imperio es de los coches, que avanzan en columnas de a seis vehículos por carreteras con cuatro carriles, cambiando súbitamente de dirección con tal de avanzar un puesto en la imaginaria carrera contra sus congéneres.
Así es Lima: ruidosa, contaminada, repleta de cláxones que suenan y de señoras iracundas que patean las ruedas de la furgoneta que casi la atropella en un paso de cebra, alimento para los voraces leones de metal que todo lo dominan.
Así es Lima, que tiene dos de sus más reputados Museos cerrados al visitante, a la vez, por obras y restauración. ¿Será posible? Y ni los taxistas lo saben. Que menos mal que los precios se negocian antes de la carrera, que con estos atascos, un taxímetro sería un gran generador de ansiedad.
Ni el Museo del Arte ni el gran Museo de la Nación se podían visitar. Y lo curioso era que yo no quería ir a éste, sino al Arqueológico. Pero al taxista le pareció que éste era de más interés. Sería por alargar la carrera. O acortarla. Había, eso sí, una exposición sobre el fenómeno de Sendero Luminoso, impresionante, de la que hablaremos más despacio.
Y así pasan mis días limeños. De la Plaza Central o Plaza de Armas, Patrimonio de la Humanidad, viendo una Catedral cuyos interiores son de madera y yeso, para evitar los estragos de los terremotos; al convento de San Francisco, con sus siniestras catacumbas repletas de huesos y ese enorme refectorio que, todavía hoy, sirve de marco singular para la celebración de eventos.
Y me queda pasear. Que a mí me gusta patear las ciudades, incluidos los barrios sin interés turístico. Por el gusto de andarlos y verlos. ¿Son inseguros? Pues no lo sé. Pero no tuve mayores contratiempos. Y si los monumentos son bonitos de ver, no menos interesante es ver las zonas de vida común y residencia habitual de los limeños. Al menos, de algunos de ellos. Y me encanta pararme en los quioscos de prensa y ver los titulares de los periódicos, aunque no conozca a los protagonistas. Y observar la cantidad de Academias, escuelas y ofertas de clases que hay para fomentar la formación de la gente. Está claro que la sociedad peruana apuesta por la educación y la formación de su juventud para conquistar el futuro.
Y nos quedaría hablar de las comidas, claro. Que no es habitual una carta que incluye platos como «Sorprendente pato a la esencia del eneldo». Y del Pisco Sour, por supuesto. Pero se está haciendo tarde y es hora de maquearse para comenzar la previa de la Comisión Permanente de la Asociación Internacional de Entidades de Crédito Prendario y Social de la que ya me despido.
La vida sigue, las cosas cambian y los ciclos, igual que comienzan, se terminan. Entre tanto, seguiremos hablando de Lima…
Jesús Lens, limeño total.