Originalidad. Si hay una palabra que se puede aplicar a las novelas de F.G. Haghenbeck es precisamente ésa: originalidad. Sé que estas entradas literarias son, la mayor parte de las veces, las que menos tirón tienen. Leer es un acto profundamente individual y, excepción hecha de fenómenos como la trilogía Millenium, en la que decenas de miles de lectores coincidíamos en devorar los libros de Larsson a la vez, es difícil compartir lecturas con mucha gente al mismo tiempo.
Hace unos meses glosábamos las bondades de «Trago amargo» (Roca editorial), una de las novelas estrella de la pasada Semana Negra, cada uno de cuyos capítulos arrancaba con la receta de un cocktail y una somera explicación de su origen, lo que servía para contextualizar la acción que estaba por llegar, siempre teñida de alcohol, elemento característico de la filmación de una película tan especial como «La noche de la Iguana». La recomendábamos vivamente y, la verdad, no sé si alguno de vosotros la ha leído.
Vuelvo a recomendar, otra vez, una novela del mismo autor, esta vez publicado por la editorial «Salto de Página», siempre atenta a las voces más originales de la narrativa escrita en castellano. «Aliento a muerte» transcurre en el México de 1868, una vez terminada la guerra civil entre las gentes de Benito Juárez y el Emperador Maximiliano. Y la originalidad formal que caracteriza al último Haghenbeck viene dada porque, en este caso, cada capítulo viene precedido por la descripción de una pieza de arte, un cuadro, un objeto, un manuscrito, relacionados con la época de la que hablamos y que, por supuesto, sirve para contextualizar la acción de dicho capítulo.
Me encanta esta forma de novelar, cuyo maestro es Raúl Argemí: pequeños capítulos que, como fogonazos, se convierten en las piezas de un puzzle (teselas de un mosaico, creo que escribí otra vez) que terminan por presentar al lector un fresco repleto de vida, intensidad y pasión.
Sabéis que adoro México. Es un país del que me gusta (casi) todo. Y, desde luego, su fastuosa y rica historia hace posibles narraciones tan ricas como «Aliento a muerte», cuya densa atmósfera se respira en cada página. El calor, el viento, el polvo y la mugre ensucian las manos del lector, de lo bien reflejados que están. Una de esas novelas físicas, que no se leen: se viven. Y con un puñado de personajes que, con Adrián Blanquet a la cabeza, nunca se olvidan. Como sus dos amantes. O una. Depende.
Una historia de venganzas en las que un tipo, proteico y homérico a la vez, parece volver de la tumba para ajustar las cuentas con un puñado de gente que, al calor de la guerra y la ¿revolución? aprovechó para enriquecerse y lucrarse de forma injustificada. Y es que, sea en el México de 1868 o en el mundo globalizado del siglo XXI, las miserias humanas son siempre muy parecidas.
Lo importante, que haya buenos cronistas, excelentes escritores, para contarlo. Y, desde luego, Haghenbeck lo es. Uno de los mejores.
Mi amigo Miranda, cuando leyó ESTE reportaje sobre el posible e hipotético futuro del periodismo me dijo que estaba básicamente de acuerdo, pero que no creía que el iPad fuera precisamente el chisme en que leeríamos ese próximo periodismo. Y hoy me manda el vídeo que podéis ver ahí abajo. ¿Qué os parece?
Sarajevo es una de las ciudades que más me han impactado. Ciudades. A lo largo de mis viajes por el mundo he visto paisajes tan fascinantes como las llanuras del Serengeti. He subido los 6.000 metros del Kilimanjaro y he descubierto la magia del desierto del Sahara. Pero, en cuestión de ciudades, pocas me han causado tanta impresión como Sarajevo.Pasé allí los mejores cuatro días de mi viaje por los Balcanes. Aunque describirlos como los «mejores» no es exacto. Ni justo. Porque Sarajevo es una ciudad en la que aún se perciben las heridas causadas por la guerra que asoló el corazón de Europa hace nada más que un puñado de años.
Pero Sarajevo es una ciudad mágica y apasionante, mestiza como pocas, colorista y esencialmente vital. Aunque en sus fachadas aún estén visibles los impactos de las bombas y los balazos con que los serbios cercaron la capital de Bosnia Herzegovina durante cuatro largos años. Aunque el mercado de Markala tenga una placa en recuerdo de los muertos que provocó el ataque con morteros de los chetniks. Ciudadanos anónimos que intentaban comprar comida y que fueron vilmente asesinados. Por nada.
¿Y los que hacían cola para comprar el pan? ¿Os acordáis de aquellas brutales imágenes? Pues hubo un hombre, un músico que, impactado por la brutalidad y el salvajismo de aquellas muertes sinsentido, decidió tocar su violonchelo, durante veintidós días consecutivos, en el mismo sitio y a la misma hora, a modo de homenaje a todas y cada una de las víctimas.
Ese detalle, tan humano como inútil, dio la vuelta al mundo. ¿Y por qué no pensar que los serbios decidieran asesinarlo, en mitad de su actuación, para acabar incluso con ese soplo de esperanza e ilusión, en la masacrada Sarajevo? ¿Y no cabría imaginar que los bosnios pudieron poner a una contrafrancotiradora a velar por la vida del músico?
Ése es el punto de arranque de una novela dura, ciertamente, pero esencial y muy ilustrativa de lo que fue una de las grandes aberraciones del siglo XX europeo. Y mira que las ha habido… A través de una narración tan íntima como sentida, Steven Galloway se pone en la piel de tres personajes: Flecha, Kenan y Dragan, para contar el asedio de Sarajevo.
La primera es la contrafrancotiradora que ha de cubrir al violonchelista del título de la novela. Los otros dos protagonistas son dos personajes anónimos que, un día, han de recorrer las calles de la ciudad para algo tan sencillo como conseguir agua o ir a trabajar, al horno de pan que evita que los ciudadanos de Sarajevo perezcan de inanición. Y estar en la calle, en la ciudad asediada, es estar en peligro de muerte.
A través de un cuidado, preciso y medido estudio psicológico de los personajes, Galloway consigue que el lector sienta el horror, el desasosiego y el terror bajo el que, durante más de cuatro años, vivieron los habitantes de una ciudad radicada en el corazón de Europa.
Una novela para sentir, para pensar, para reflexionar y para odiar perennemente el sinsentido de los nacionalismos.
«La ciudad de mi juventud era una ciudad narcotizada por la belleza y congelada en las tradiciones de la que había que huir si querías hacer algo nuevo. Ahora medio siglo después, esa belleza patrimonial persiste y las perspectivas culturales de las ciudades medias han crecido. Las infraestructuras locales permiten una oferta rica y variada. La ciudad tiene grandes artistas de renombre que ya no tienen que abandonar su tierra para desarrollar su trabajo…
Leyendo una entrevista con el director donostiarra Luis Berdejo, de 35 años, afincado en Los Ángeles, donde rueda una película con Kevin Costner:
«En Los Ángeles, si tienes algo que ofrecer siempre habrá alguien interesado. En España, tienes algo que ofrecer y puedes morirte del asco».