…hay quién dice que no. Que no es momento, lugar ni ocasión para leer. Yo, sin embargo, lo adoro… Por si os apetece leer algo antes de dormir, os dejo mi cuento más reciente: «El soliloquio del soldado».
Día: 3 de mayo de 2010
SOLILOQUIO DEL SOLDADO
Hoy, Día de la Cruz en Granada, por si os apetece leer un cuento, os dejo este relatito que preparé con ocasión de una reunión de los Amigos del Buen Comer, para celebrar un Lunes al Sol. Tal que éste. A ver si os gusta.
El sol estaba a punto de salir. El soldado miraba incendiarse el horizonte con la claridad del amanecer. Aquella era una guardia muy especial. La última guardia. Y, quizá por ello, la soledad de aquellos instantes era mayor que nunca. Tantas horas ahí plantado, firme, impasible el ademán, concentrado en las tinieblas de la noche, esperando la salida del sol.
El sol. El astro rey. En su país, el sol ha sido tradicionalmente venerado y adorado, hasta el punto de que la moneda nacional, el Nuevo Sol, le rinde un más que merecido homenaje. La luna, el sol, la madre tierra… ¡la Pachamama!
Perú. ¡Su Ayacucho natal! Qué sorpresa se van a llevar sus vecinos cuando le vean volver y montar ese Bar-Restaurante al que piensa llamar, sencillamente, «El Sol». Y que abrirá sus puertas, paradójicamente, cuando empiece a caer la noche, para servir cenas y copas hasta el amanecer, con música, fiesta y alegría. Alegría. Qué necesaria la alegría. En su vida y en la de su región, asolada por la violencia del terrorismo de Sendero Luminoso primero y del terrorismo de estado después. Ayacucho, de dónde emigró con su madre, con rumbo a España, cuando a su padre lo desaparecieron una noche, sin que nunca más se supiera.
España. ¡Quién le iba a decir que después de haberse fogueado en las cocinas de algunos de los mejores restaurantes andinos de Madrid, la crisis económica le iba a echar al paro y el paro le iba a conducir a firmar un contrato de tres años con el ejército español!
Tres años. Tres años que ya tocaban a su fin. Tres años difíciles que, sin embargo, le habían permitido amasar esa pequeña fortuna con la que, ahora, iba a tocar el cielo, abriendo «El Sol». Porque su país volvía a ser pujante, activo y atractivo. Con el Machu Pichu como una de las nuevas Siete Maravillas del Mundo y una vez finalizada la guerra civil encubierta entre los senderistas y la ultraderecha de Fujimori, una vez controlada la hiperinflación galopante y restablecida la confianza en las instituciones democráticas, el Perú se había abierto al mundo, el turismo llenaba de Nuevos Soles los bolsillos de los ciudadanos más osados y la gastronomía andina se había puesto de moda, atrayendo a los gastronómadas más exigentes del mundo. Y él volvía sin odio ni rencor. Volvía para vivir en su tierra. Otra vez.
Se estaba quedando dormido. La última guardia. La más larga. La más dura. La más solitaria. No iba a ser fácil despedirse de sus hermanos. Porque sus compañeros de regimiento eran eso, hermanos. Y, sin embargo, ya se veía en el aeropuerto «Jorge Chávez» de Lima, abrazado a sus primos y tíos, a la vuelta. Ya notaba el roce de los cuerpos, sentía los besos y veía las sonrisas. Qué pena que su madre, sin embargo, no quisiera volver. Que no podría a mirar a la cara a algunos vecinos, decía, sin sentir asco, miedo, vergüenza.
Por fin. El sol asomaba por el horizonte. Se terminaba la guardia. Miró el reloj. Su reemplazo tenía que estar a punto de llegar. Cerró los ojos un instante. Qué gusto sentir cómo el calor del sol acariciaba su rostro requemado y curtido, tras el frío de la noche. Por una vez no le importaba que sus compañeros se retrasaran unos minutos. Lo estaba disfrutando, ese baño de luz. Volvió a abrir los ojos. ¿Se había dormido? No. Pensó que no. Y, sin embargo, no creía haber escuchado al Muecín, llamando a la oración de la mañana. ¿O sí?
Allí estaban, efectivamente, el tío Paco y la tía Fabiola, esperando tras la cinta que servía de frontera entre los familiares y amigos que esperaban, ansiosos, y los pasajeros del avión que, tras haber sorteado los controles policiales y la aduana, después de haber recogido el equipaje, se precipitaban a su encuentro, nada más traspasar la puerta automática que les franqueaba, por fin, la vuelta a casa.
Se les veía mayores.
El paso del tiempo, que no perdonaba a nadie.
Las niñas, sin embargo, estaban preciosas. Aún vestidas de oscuro. Aún entre lágrimas. Estaban muy guapas.
– ¿Don Francisco Lorenzo?
– Sí señor.
– ¿Es usted el tío de Lorenzo Winston Lorente?
– Sí señor.
– ¿Tienen medios para transportar el féretro hasta Ayacucho?
– Sí señor. Ya lo tenemos todo previsto. Muchas gracias.
– Gracias a ustedes. Permítame decirle que su sobrino sirvió con honor en el campo de batalla y su muerte no habrá sido en vano. Siéntanse orgullosos de él. La cruzada por la democratización de países como Afganistán tendrá, algún día, resultados visibles y duraderos.
– Muchas gracias, señor.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.