LA HABANA DE JESÚS CONDE

La columna de hoy de IDEAL sólo podía ser una. Y es ésta (y AQUÍ más imágenes de los cuadros habaneros de Jesús):

¿Qué Habana buscamos, cuando pensamos en viajar a Cuba, en el siglo XXI? Dependiendo de la respuesta a esta pregunta, encontraremos una u otra ciudad, veremos unas u otras calles, nos enfrentaremos a unos u otros edificios, barrios, fachadas y portales. Pocos lugares como La Habana para ser interpretados en clave apriorística, prejuiciosa, ideológica y política.

Y, sin embargo, La Habana no engaña. Está ahí. A la vista de todos. En la nueva exposición de Jesús Conde, por ejemplo, recién inaugurada en el Centro de exposiciones de CajaGRANADA en Puerta Real. A través de su mirada, Jesús Conde nos regala su prodigiosa capacidad de imaginación, fabulación y recreación. A través de sus cuadros, lo mismo estamos ante la Habana Vieja restaurada que en la vieja Habana, derrumbada en pedazos.

Una ciudad que sabe a ron, calambuco y alambique. Que suena al viento en la zafra, a las olas rompiendo contra el malecón y al puntilleo de la Vieja Trova. Que huele a melaza y pescado, a mar y a los cigarros de Compay Segundo. Es el tacto de las rotundas caderas de las bailarinas del Tropicana, la prosa de Hemingway y de Carpentier. La poesía de Martí. La Habana también es las cartillas de racionamiento, los pesos convertibles, los discursos de Fidel, las consignas revolucionarias pintadas en las paredes, los Comités de Defensa de la Revolución y las crudas historias de Pedro Juan Gutiérrez o Lorenzo Lunar. Pero La Habana es, sobre todo, música. Y ritmo. La música fluye por sus calles, bares y casas. Hay ritmo en el cadencioso andar de los habaneros y su festivo hablar es pura fantasía para el oído.

El ilustrativo documental “El arte nuevo de hacer ruinas” muestra la decadencia física de una ciudad que agoniza en silencio. Para unos, con dignidad. Para otros, ignominiosamente. Una ciudad viva y palpitante que se cae a trozos y se deshace como polvo entre los dedos, pero que aguanta incólume gracias al irreductible optimismo y capacidad de resistencia de los habaneros, que hasta de su miseria saben reírse, con ironía y desparpajo. La Habana de Jesús Conde es la ensoñación de una realidad histórica que, a través de los siglos, desemboca en la ciudad más contradictoria, compleja y anacrónica del siglo XXI. La puerta de las Américas, como la bautizó Amir Valle en el reseñable libro publicado por la editorial granadina Almed, esa puerta a través de la que entraban todas las corrientes e influencias europeas y por la que soplaban vientos tropicales y aires de mestizaje hacia el Viejo Continente.

A quiénes ya conocemos la ciudad, la pintura de Conde nos devuelve a La Habana, nuestra Habana. Para quiénes todavía no la han visitado, esta exposición les permitirá, abriendo los ojos, sentir la magia de la Perla del Caribe.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

FLAMENCO, FLAMENCO

A veces veo dos películas, de cine, en la misma tarde. Me gusta, de vez en cuando, hacer programa doble y, nada más salir del cine, volver a entrar para ver un segundo filme. A veces, como el pasado domingo, hasta en la misma sala.

La primera fue “Flamenco, flamenco”, de Carlos Saura. Reconozco que le tengo la pista perdida a este director y que no había visto ninguna de sus anteriores musicales. Pero Carlos Boyero habló bien de esta última y, bueno, estamos muy flamencos últimamente, sin parar de escuchar el “Piano ibérico” de Chano Domínguez. Así que, allá que me fui.

Y me gustó. Me gustó mucho. Sobre todo, por la estética. La película se abre con la cámara penetrando en un espacio cerrado, pero muy amplio. Diáfano. Lleno de tapices y reproducciones de grandes cuadros, raciales, de Romero de Torres y alrededores. Y de paisajes. De vivos colores. Lo mismo atardeceres que tormentas, amaneceres, noches y crepúsculos.

Frente a ellos van desfilando los mejores artistas del flamenco del momento, de Miguel Poveda a José Mercé, pasando por Niña Pastori, Diego Amador, Manolo Sanlúcar, Tomatito o Estrella Morente. Y, al final, por supuesto, Paco de Lucía. Y cada uno hace una canción, repasando diversos palos del flamenco que incluyen una saeta y una marcha procesional que pone el vello de punta.

Y si la música responde, evidentemente y por supuesto, a las expectativas de un proyecto descomunal, las imágenes están a la altura de lo exigible, a través de una preciosista filmación en la que la fotografía de Vitorio Storaro reluce con luz propia.

Para cada interpretación se diseña no sólo una coreografía, cuando el baile lo exige, sino una escenografía específica, recreando ambientes y simulando paisajes tan bellamente filmados que conmueven. Vaya si conmueven. Esos pianos de cola, enfrentados, simétricos, sin sus tapas, dejando al aire sus intimidades. El yunque. La lluvia. O ese círculo de cantaores, percusionando con los dedos sobre una mesa de café, rodeados de carteles de películas protagonizadas por famosas copleras.

No hay historia, claro. Ni trama. Ni guión. Hay un conjunto de cuadros, flamencos, que componen un singular espectáculo de luz y sonido, pintura y música que se retroalimentan mutuamente para terminar de componer una película redonda, una obra maestra en su género que no barrerá en taquilla, pero que deja un inolvidable caudal de sensaciones en cualquier espectador desprejuiciado que no tenga empacho en ver otro tipo de cine. Un cine en que no hay separación entre la música, la escenografía, la composición y la interpretación.

La segunda película que vi, en la misma Sala 4 de Multicines Centro, tampoco fue una película convencional. Pero de “Copia certificada”, de Abbas Kiarostami, ya hablamos otro día, que al final me enrollé como una persiana con “Flamenco, flamenco”. Y eso que pensaba que no iba a saber qué decir. En fin.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.