La columna de hoy, en IDEAL, defendiendo una tesis con la que no sé si estaréis de acuerdo…
Algunos conocidos le confesaban a la novelista Nerea Riesco no haber leído su monumental y extraordinaria novela “El elefante de marfil” porque tenía pinta de best seller. Y, si hablamos de cine, ¡que levante la mano quién no conozca a algún amigo que alguna vez haya criticado una película por ser “demasiado comercial”!
Es curioso y llamativo cómo los pueblos parecemos condenados a repetir una y otra vez nuestra historia, replicando tópicos y clichés, aunque adaptándolos a las nuevas circunstancias que nos rodean. Nunca se me olvida la vieja lección que nos enseñaron en el colegio sobre la prosperidad y pujanza de las comunidades luteranas y protestantes frente a la decadencia de las católicas: mientras unas se enorgullecían por hacer dinero y respetaban a los laboriosos comerciantes y artesanos que trabajan duramente para enriquecerse, las otras consideraban el trabajo un descrédito y una vergüenza, hasta el punto de que un buen hidalgo venido a menos prefería fenecer famélico antes que pegar un palo al agua.
De aquellos polvos, estos lodos: si vende, no es bueno; si tiene éxito, malo; si hace dinero, es un vendido. En nuestra cultura, el éxito sigue estando bajo sospecha y nos gusta reivindicar la imagen del autor maldito con millares de páginas guardadas en un cajón o la figura del cineasta imposible que filma una película cada diez años.
Le quitamos valor a todo lo que huele a industria, profesión, éxito y superventas. Por una parte, lo vinculamos al marketing. Por otra, a la inanidad intelectual de los consumidores. Así, los críticos habituales suelen poner muchas estrellas y decenas de adjetivos superlativos a indigestos productos que aburrirían al monje más zen de los Himalayas y tienden a mostrar un descomunal desprecio ante cualquier “producto industrial”, desprecio directamente proporcional al éxito y la popularidad del mismo.
Por desgracia, miles de creadores parecen tener que pedir perdón por querer vivir del fruto de su trabajo y pagar la hipoteca con sus palabras, el coche con sus fotogramas y el colegio de sus hijos con sus notas musicales. ¿Es malo aspirar a ser un best seller, a escalar posiciones en el top ten de ventas y a ganarse la vida con los royalties del trabajo artístico bien recibido, valorado y pagado por el público?
No deja de ser curioso que los términos usados para vincular cultura con éxito y dinero sigan siendo anglosajones, aunque ya estén aceptados por la RAE. ¡Y luego nos quejamos de la colonización cultural norteamericana! ¿Tendrá que ver con que sus artistas pueden ganarse dignamente la vida con el fruto de su trabajo y dedicarse, a tiempo completo, a crear, escribir, dibujar, filmar, pintar y componer, sin tener que pedir perdón por ello?
Nos quedaría hablar sobre quiénes son profetas en su tierra, culturalmente hablando y sobre los muchos más que, por desgracia, tienen que emigrar lejos de casa para encontrar reconocimiento, pero eso sería abrir otra caja de Pandora.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.