Hace unos días fui con mi Cuate Pepe al Instituto Jaroso de Cuevas de Almanzora, invitado por el Ministerio de Cultura, a dar una charla a los alumnos de secundaria. Sobre libros. Y películas. Y viajes. Ya sabéis…
Después de pegarles a los pobres un chapón de tres cuartos de hora, llegó el turno de las preguntas. Mi amigo Eloy, el coordinador de la charla y responsable último de que estuviera allí, había pedido a los alumnos que pensaran en algunas cuestiones y los muchachos se lanzaron a tumba abierta.
Alguien preguntó por las bandas sonoras. Que qué pensaba sobre las bandas sonoras.
Le vine a decir que, cuando la música se hace demasiado evidente y empalagosa, puede llegar a perjudicar a la película. Que el cine es un todo, la suma de las partes, y que ninguna debe sobresalir por encima de las demás, para no aplastar o asfixiar el metraje.
Pero que luego, claro, hay películas que no se podrían ni entender ni concebir sin la música. Sin esa banda sonora que trasciende lo puramente cinematográfico para convertirse en iconos de la cultura popular. Como la música de 007, por ejemplo. ¿Qué sería de James Bond sin esa sintonía suya, única, personal e intransferible?
Y “Memorias de África”, claro. Aún recuerdo cuando mis padres fueron a verla al cine y, al volver a casa, parecían quererse un poquito más que antes de irse. Esa banda sonora, que te transporta a las verdes colinas de África, a la sabana, a las extensiones del Serengeti, a esa joya llamada Masai Mara…
Ayer murió John Barry.
Me hubiera gustado escribir sobre él más en caliente. Pero no pudo ser, Cuate. Ahí va mi sentido homenaje a una de esas personas cuya obra nos alegra la vida y hace que, cuando las luces de una sala de cine se apagan, volvamos a ser niños inocentes, crédulos e ilusionados.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.