(Lo siento, pero las fotos que ilustran estas notas son mías. Aténganse, pues. Se corresponden, justo, a nuestro último y postrer paseo moscovita. Si las pincháis, se ven más grandes ;-))
No sé cuando empecé a viajar. En realidad, creo que fue cuando leía los relatos de Jack London sobre Alaska o las novelas sobre naufragios en los Mares del Sur, las aventuras de Sandokán o las epopeyas de los personajes de Julio Verne.
Ni quiero ponerme nostálgico ni defender la lectura de clásicos de la literatura como parte primordial de mi educación sentimental, pero tengo claro que yo llegué al viaje (y a la acción, y a casi todo lo importante de la vida) a través de los libros. Y de las películas, por supuesto, con esos barcos de vela cortando las olas del océano, cabeceando y salpicando con espuma a los aguerridos marinos; o los cowboys a caballo, recorriendo las míticas paraderas del Oeste americano. Tanto será que escribimos todo un libro sobre el tema 😉
Aún así, me cuesta trabajo recordar cuándo empecé a viajar, físicamente hablando. Por poner una fecha concreta en el tiempo, fue a los veinte años que Jorge, Curro y yo cogimos un autobús en Granada y nos marchamos a París, una Semana Santa. Después, en verano, padecimos una sofocante ola de calor el Portugal. Antes habíamos deambulado por Sevilla y Madrid. Sí. Yo creo que fue aquel tercero de carrera cuando empecé a irme. Y, desde entonces, ya no paré.
El placer por las culturas diferentes, el virus por los viajes más largos, extraños y complicados comenzó más tarde. Una vez que estaba en paro y me fui con Manolo, paradójicamente, a un país muy cercano: Marruecos.
O sea, que empecé tarde. Como casi siempre. Pero después he hecho lo posible (y, a veces, hasta lo imposible) por recuperar el tiempo perdido. También como casi siempre. Con la última visita a Rusia, creo que son unos 35 los países que he visitado. 35 de casi 200. ¡Lo que me queda! Aunque a algunos de esos países he ido más de una, dos y hasta cinco veces. Y lo que te rondaré morena.
Pero lo importante de estas notas, más que hacer recuento o balance, es recordar que hace un par de años creí haber perdido la pulsión por el viaje. Sentía que, también en esto de viajar, había perdido el swing.
Los primeros síntomas los sentí en los Balcanes, desplazándonos de noche en trenes desvencijados, durmiendo de cualquier manera en vagones para nada cómodos o confortables, intentando ganar tiempo y economizar recursos. Cuando, de madrugada y entre sueños inquietos, los policías de Serbia, Bosnia o Croacia irrumpían sorpresivamente en los compartimentos para comprobar los pasaportes, no podía evitar plantearme aquello del “¿qué hago yo aquí?” a que tantas veces hemos hecho referencia.
Acabé muy cansado de aquel viaje. Demasiado.
Me fui, después, a pasar las Navidades al Oriente Medio. Pero aquello, más que un viaje, fue una huída. Menos mal que estaban allí Lillian, Talía, Jose y Daniel, para cuidar de aquellos pedazos.
Pero lo peor estaba por venir, cuando me fui a Tailandia, sin comprobar temperaturas o condiciones, humedad o todo lo que cualquier viajero debería mirar. Calor infernal, humedad insoportable, un programa insensato… ¡Torpe, que eres un torpe! Pocas veces he soñado tanto con el hogar y con el no menos célebre “Home, sweet home”.
¿Se había terminado un ciclo, igual que una vez cambié las botas de montaña por las zapatillas de corredor?
¿Era posible que me hubiera “curado” de mi pulsión por viajar, de ese sempiterno cosquilleo en los pies que me obligaba, cada puñado de meses, a hacer el petate y a salir por las puertas de casa, hacia un destino más o menos lejano, más o menos cercano?
Fue en Perú, en Cuzco, donde me di cuenta, afortunadamente, de que no. De que seguía infectado por la compulsiva necesidad de viajar. Cuanto más lejos mejor. Solo, tranquilo, relajado, caminando por el Valle del Sol y descubriendo las maravillas naturales, culturales y paisajísticas del Perú volví a reconciliarme con los placeres de estar fuera.
Después llegaron Marruecos (otra vez), Senegal (nuevamente) y, ahora, Rusia. Qué bueno, haber compartido destino con los amigos de La Arrancaílla Canaria y los imprescindibles Panchi, Álvaro y, por supuesto, Cuate Pepe. Y Cuba, claro.
En realidad, ha sido demasiado estatismo para un año, de Pascua a Ramos. Pero no pasa nada. La vida vuelve a bullir y yo vuelvo a mirar mapas, a leer epopeyas y a soñar con tierras lejanas, horizontes de grandeza, mares tempestuosos y temperaturas extremas.
Lo decía hace unos meses. I’m back. Y es cierto. Hoy, cansado, ojeroso y macilento, cuando nos aprestamos a volver a una necesaria y deseable rutina en absoluto rutinaria, miro detenidamente mi pasaporte, lleno de sellos y visados, y sostengo que, efectivamente, he vuelto.
Jesús Lens.