Antes, cuando era más joven, procuraba leer lo que suponía que había que leer. En cada momento.
Me empapaba con las reseñas de los suplementos culturales de los periódicos y, cuando había un quórum más o menos aceptado entre los unos y los otros, entre los de izquierdas y los de derechas, entre los puristas y los heterodoxos, entre los clásicos y los modernos; me compraba el libro en cuestión y lo leía. O, también, cuando aparecía algún título polémico que levantaba controversia y animaba los debates.
Eran tiempos (ya salió “el batallitas” que, desde que cumplimos los 40, todos llevamos dentro) en que la gente todavía compraba, leía y hablaba de libros. Porque en los últimos años… ¿ha habido algún título que despertara controversias, debates o discusiones?
Uno de los autores que más han dado que hablar de un tiempo a esta parte ha sido precisamente Michel Houellebecq, quizá el escritor más contemporáneo del momento, el que mejor ha sabido conectar y a la vez transmitir el vacío existencial, la nada insustancial que llena las vidas de millones de personas de las sociedades desarrolladas y tecnificadas del primer mundo.
Por alguna razón, seguramente la opuesta que antes me llevaba a devorar este tipo de libros, sobre todo si están editados por Anagrama; no había leído a Houellebecq. Pero, a la vuelta de verano, cuando la rentrée estuvo protagonizada por la edición de “El mapa y el territorio”, galardonada con el Goncourt, me dije que era momento de volver a ceder a las tentaciones de la actualidad, más allá de esas novelas negras y criminales que me arrebatan.
Y mira tú por dónde, enganché desde el principio con Houellebecq, gustándome tanto el fondo como la forma de su narrativa. Es más que posible que haya quién considere la novela una gilipollez, pero es que a mí me da que eso es lo que pretende el autor: situarnos frente a la enorme soplapollez que es todo ese enorme tinglado de la riqueza ostentosa y desmedida, más allá del mundo del arte, que no es más que una burbuja como la inmobiliaria.
Un tipo normal y corriente, un artista de la fotografía, empieza a entrar en los circuitos del arte contemporáneo y, sin hacer nada especial, se va convirtiendo en uno de los referentes de la vanguardia artística mundial. Cambia de registro y… ¡todo cambia! Para seguir igual.
A través de sus cuitas con una caldera, de sus relaciones con su padre o con alguna mujer y de sus conversaciones con un famoso escritor llamado precisamente Houellebecq vamos penetrando en un universo que, por mucha retórica que se le quiera aplicar, por mucho diseño, catálogo de lujo, firmas invitadas e inauguraciones de postín que conlleve, sigue siendo vacuo, vacío y frío como el hielo más profundo del iceberg de mayor tamaño que circule por el Ártico.
Y, sin embargo, la lectura engancha. No sé cómo ni por qué, pero te coge de las tripas y te arrastra sin remisión. Quizá porque la cita con que se abre es más que cierta, en según qué casos: “El mundo está harto de mí y yo estoy harto de él”.
A partir de ahí, nos sumergimos en un hartazgo en el que, en mayor o menor medida, todos participamos. Porque somos hijos de nuestro tiempo y vivimos en una sociedad que nos conduce al papanatismo, la irracionalidad, el cretinismo y la cortedad de miras.
Es posible que te irrite, que no te guste y que te mosquee. Pero es una novela de hoy. De ti. De mí. De nosotros. Y también de ellos, claro.
De no haberlo hecho ya, yo la leería.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.