Os tenéis que enganchar a «Barras y Estrellas». Aquí empezaba esta historia y esta es la segunda entrega.
Ahora entramos en el tercer capítulo…
– ¿Qué vas a poner hoy, Estrellita?
– ¿Tú qué crees?
– ¡Qué se yo! Con lo rarito que eres a la hora de elegir películas, ¡cualquiera sabe a qué atenerse! Todavía tiemblo, acordándome de aquel coñazo griego, ¿o era yugoslavo?, que nos endilgaste hace unas semanas.
– Jodido ignorante… pero, tranquilo, que hoy vamos a celebrar el Goya que le han dado a Enrique Urbizu.
Estrellita y Antonio hablaban en un lado de la barra mientras que Luis, alejado, leía el periódico, como siempre.
– Querrás decir los Goya, ¿no? – dijo Luis, saliendo de su mutismo.
– ¡Anda! Pero si el ave solitaria y nocturna tiene voz y hasta se digna hablar con otras personas.
– Es que estoy hasta los cojones de que, en esto del cine, solo se reconozca la labor de los actores y de los directores. ¿Y qué pasa con nosotros, los escritores? ¿Es qué nadie se da cuenta de que, sin un guion, no hay película?
En el “Café-Bar Cinema” de Enrique Castro, conocido como el Estrellita, había un recodo, justo al lado de los servicios, que hacía las veces de microsala de proyecciones. Apenas cabían quince o veinte sillas, apelotonadas, frente a una pared sobre la que se desplegaba una pantalla.
Una cosa tenía clara Estrellita cuando abrió su local: nada de tele.
Si algo detestaba, como cliente y como cocinero antes de fraile, era entrar a un bar a tomar algo con alguien, y darse de bruces con el run rún de la tele: le provocaba tal desazón que, sobre la marcha, se daba la vuelta, salía y nunca volvía.
No entendía, Estrellita, aquella costumbre. Que una cosa podía ser poner un partido de fútbol, de vez en cuando. Y otra muy distinta, convertir un bar en la sala de estar de una casa cualquiera, rancia, vulgar, añeja, gris y mediocre.
Otra cosa era, sin embargo, convertir una pared desnuda en un espacio de proyección, para disfrutar de algunos eventos concretos o, sencillamente, para ver películas, cuando las circunstancias así lo permitían: a mitad de la jornada vespertina, cuando es tarde para tomar un café, pero temprano para tomar una caña. O, los fines de semana, entre la hora del desayuno y la de las cañas. O, por supuesto, a última hora de la noche, cuando todos los gatos son pardos y una persiana a medio bajar era una invitación a prolongar la velada, hasta bien entrada la madrugada.
PD.- Continuará, pero antes, a ver qué blogueamos otros 6 de marzo: 2008, 2009, 2010 y 2011