En primer lugar, buenos días. O buenas tardes. O buenas noches. Da igual, mientras sean buenas. O buenos. Que tienes mucha, muchísima razón en este artículo.
Te dirijo estas líneas, en tanto experto y gran conocedor que eres de un tema que podría ser espinoso: el uso de la polla.
No hay en este país, con perdón de Nacho Vidal, nadie que sea tan versado en la cuestión. En la cuestión de la polla.
Y es que el otro día, en mi muro de Facebook, me encontré un anuncio, grande y luminoso, que me impelía y me conminaba, directamente: “¡Déjate de pollas!”
No le dí mayor importancia. Acostumbrado a que el Feis se haya empeñado en encontrarme pareja, amigas y relaciones, tentándome con anuncios de páginas de contactos; pensé que el Imperio de la F había dado un paso más en su labor de celestineo cibernético.
Pero entonces, un amigo me señaló que, llevando a sus hijos al colegio, uno de ellos se fijó en un gran cartel que, en mitad de la calle, instaba a todo el que lo veía: “¡Déjate de pollas!”
Efectivamente. Se trata de una agresiva campaña de publicidad de un centro deportivo, animando a los potenciales clientes, supongo, a echarle huevos de una vez para entrar en sus instalaciones y empezar a llevar una vida sana.
A hacer deporte, o sea. Y por cojones.
No sé cómo lo verás tú, Andrés, pero mi amigo estaba bastante indignado porque bastante trabajo le cuesta educar a sus hijos, tratando de evitar que utilicen un lenguaje soez e inapropiado, como para encontrarse con un cartelón que, en sí mismo, es la polla.
Y ahí radica la cuestión: ¿es soez la polla?
Hace unos meses, al terminar la Media Maratón de Granada; dura, ingrata y sufrida como pocas; proponía yo que la organización le cambie el nombre y la bautice como la Media Maratón de las Angustias o, directamente, la Media Maratón de la Mala Follá granaína.
¿Te imaginas, yendo más allá, que terminara siendo bautizada como la Carrera de la Polla?
Imagino que, entonces, la palabra ya habría perdido su sentido malsonante, pero, hoy por hoy, ¿es conveniente que haya cartelones por la calle, con mensajes que incorporen una polla en su enunciado?
Y, en caso de estar a favor de su popularización, ¿debe la polla ser de titularidad y uso público o habría que patentarla y privatizarla?
Esperando prontas noticias de tu parte (ejem), recibe un cordial saludo.
Vamos con la segunda parte del programa doble “Cinéfilos contra la Esclavitud”, del pasado sábado, que empezamos con “Lincoln”. ¿Habéis visto ya ambas películas?
Ahora mismo no hay un director con más personalidad y con un estilo más reconocible que Quentin Tarantino. Da lo mismo que nos cuente su versión de la II Guerra Mundial (de cómo fue y, sobre todo, de cómo pudo y cómo debió ser) que su interpretación del cine de gángsteres o de artes marciales. Tarantino, en realidad, hace distintas variaciones de un mismo tema: él mismo.
Bueno, él mismo y su forma de ver, leer y entender el cine, los cómics, la televisión, la literatura pulp y la música.
La vida, o sea.
Howard Hawks fue un director aventurero al que le encantaban la caza, la pesca, la velocidad, las carreras de coches, la aviación y la naturaleza salvaje. Y esa forma suya de ver, entender, sentir y vivir la vida; la traducía en maravillosas películas de aventuras. Huston fue otro director por el estilo, bigger than life.
¿Han reparado ustedes en la extrema palidez que siempre presenta Quentin Tarantino, en todas sus fotos o en cualquiera de sus apariciones públicas? ¿No les resulta raro, en un tipo que vive en la soleada California, en la mítica Los Ángeles, que presente un aspecto tan macilento?
Y es que Quentin se debe pasar la vida encerrado en casa, o en los cines, o en los clubes. O en las tiendas de tebeos. Para Quentin, la vida es eso: ver películas y series, leer tebeos y novelas pulp y escuchar música. Y, así, su cine se nutre de dichos elementos: masticados, deglutidos y regurgitados.
Nada más empezar “Django desencadenado” (la D es muda), los títulos de crédito y la banda sonora nos sitúan en un escenario muy reconocible, en un universo temático con identidad propia: el Spaghetti Western. Y la primera secuencia se resuelve como tal: con un formidable tiroteo. ¿Nada nuevo bajo el sol? ¡Por supuesto que sí! Porque ahí está el magisterio de Christoph Waltz, una presencia y unos diálogos que se erigen en lo mejor de la película.
Quizá para desagraviar a los alemanes, tan duramente retratados en “Malditos bastardos”, en esta nueva película, Tarantino convierte en héroe a un alemán para el que los ciudadanos de color, lo negros, son estrictamente eso: ciudadanos.
¡Y cómo lo demuestra, siempre que puede! ¡Y cómo responde Django! Y vaya fangales en que se meten, ambos, antes de afrontar la parte final de la película, en la que comparten el protagonismo con un Leonardo Di Caprio que borda su papel de villano y un Samuel L. Jackson cuya presencia en pantalla queda desvirtuada por el bochornoso doblaje en español: convertir el acento sureño del Mississippi en un supuesto y trasnochado andalú cutre es algo que no le aporta nada a la película y que ridiculiza hasta el extremo a un personaje que debería ser maléfico e inquietante, pero que resulta lamentable y patético.
“Django desencadenado” es un western desmesurado, como desmesurado es todo lo que hace Tarantino. Y abrasador. Sus diálogos, deslumbrantes, piden a voces su publicación en formato editorial; la música, por supuesto, es majestuosa y la coreografía de la violencia manejada por Tarantino, del más alto nivel.
Los actores, soberbios. Los anacronismos (las gafas de sol, el rap…), encajan perfectamente en la narración y el ritmo, aun para una película que se acerca a las tres horas de duración, no decae un ápice.
Y un detalle cromático que, si Spike Lee fuera a ver la película, en vez de criticarla sin pasar por taquilla, no dejaría pasar por alto: esos costurones de sangre que continuamente salpican diferentes superficies blancas, sean el algodón, la piel de un caballo o las níveas paredes de una casa. Cuajarones de sangre que tiznan de rojo y avergüenzan la conciencia de un grupo de seres humanos que, durante un tiempo, y no tan lejano, se sentía superior a otro.
Aunque, en realidad, no sé porqué hablo en pasado. Por mucho que Obama esté en la Casa Blanca, el racismo sigue siendo una desgraciada enfermedad mental que aún aqueja a mucha gente. A demasiada gente. Y películas como “Django desencajado”, bien que hacen en hurgar en la herida, de forma salvaje, sanguinolenta y brutal. Por paródica que sea.
Al principio de la serie Boardwalk Empire, la Atlantic City de los años 20 del pasado siglo luce colorista, alegre y luminosa. La ciudad tiene un paseo marítimo que es una joya y todos sus habitantes parecen vivir felices y comer perdices.
Creada por Martin Scorsese y Terence Winter, el padre de Los Soprano, esta colosal serie tiene como protagonista a Nucky Thompson, un político local del Partido Republicano que, en el consistorio, ocupa el puesto de… Tesorero. Desde esa posición y con su hermano al mando de la policía local, Nucky hace y deshace a su antojo, tanto en la ciudad como en el conjunto del estado y hasta en la propia Washington, siendo una de las voces que todos escuchan a la hora de nombrar, por ejemplo, al Fiscal General.
Por supuesto, de poner y quitar alcaldes y concejales a su antojo, ni hablamos. Entre los personajes secundarios de esta prodigiosa serie está un joven Al Capone, que ya empieza a hacer de las suyas en la ciudad de Chicago, asociado a Nucky.
Y es precisamente en la Ciudad del Viento, también conocida como la Segunda Ciudad de los Estados Unidos, donde transcurre la acción de otra serie igualmente portentosa, inquietante, anticipatoria y desasosegante: “Boss”.
Si bien es cierto que el personaje de Nucky tiene muchos paralelismos con personajes actuales, podríamos pensar que media un abismo entre los Estados Unidos de hace un siglo y hoy en día. Sin embargo, “Boss” transcurre en la actualidad. Y no en una ciudad cualquiera, sino en la ciudad de moda, gracias a Obama, que allí tiene uno de sus feudos más leales.
El Jefe que da título a la serie sí es alcalde de la ciudad pero, ni que decir tiene, en sus manos acumula mucho más poder que el meramente otorgado por su puesto y, así, sus chanchullos, tejemanejes y negocios convierten al contrabando de alcohol organizado por Nucky en un juego de niños.
El Boss es el Jefe, claro. Pero ese título implica más, mucho más, que una simple jefatura o puesto en el escalafón.
El Boss, el Jefe, es el Capo.
El Puto Amo.
El que maneja los hilos, como Coppola nos mostrara en “El Padrino”, una de esas inabarcables sagas que no se terminan nunca.
Nos gusta pensar que todas figuras, todos estos personajes y sus prácticas corruptas y mafiosas, son producto de la desmesurada y calenturienta imaginación de los novelistas y guionistas norteamericanos. Pero, por desgracia, basta con leer la prensa de estos días para comprobar que, en versión cañí y casposa, nuestra sociedad está infestada de personajillos que parecen inspirarse en Nucky o en el inefable Tom Kane interpretado por un magistral Kelsey Grammer.
Los trajes, los sobres, las dobles contabilidades, el blanqueo de dinero, los sobornos, el tráfico de influencias, los nombramientos a dedo, los hombres de confianza, los mamporreros y palafreneros que arreglan cualquier desaguisado, los conseguidores, los mediadores, los chantajistas…
No consigo olvidar el capítulo en que Kane no consigue que los concejales le aprueben uno de sus planes y, como represalia, entorpece una negociación con el sindicato de operarios de limpieza de la ciudad, a los que fuerza a ir a la huelga, al grito de: ¡Inundemos Chicago de basura! Por no hablar de cómo consigue remontar su popularidad, en uno de los momentos más bajos de su carrera, y que no cuento para no estropear el final de la primera e imperial primera temporada de “Boss”.
Y es que, ya se sabe, el cine y la tele no son más que unos meros entretenimientos a los que no conviene conceder importancia alguna…
Provocadora porque nos provoca para escribir… Tenemos la idea para el artículo. Tenemos el material. Solo nos falta el tiempo para escribirlo. Y rematarlo.
En cualquier caso, ya sabéis: que parezca un accidente.
Leíamos este fin de semana un desgraciado artículo en el que su autor despotricaba contra lo que él considera una moda pasajera: que quiénes corremos, al terminar nuestra dosis de ejercicio, lo contemos.
Ya empieza con mal pie un artículo que arranca jactándose de no haber leído un libro, en este caso, “De qué hablo cuando hablo de correr”, de Murakami. (Yo sí lo he leído. Y lo recomiendo) Y después, el humor, la sátira, la exageración y la crítica hacia todos los que cuentan cómo se untan el gel, se atan las zapatillas, estiran, calientan, etcétera. El señor Drake se queja de que… ¡hasta cuentan cuando no corren! De hecho, se llega a cuestionar si todos los que escriben de correr, corren en realidad.
Según el autor, toda esta palabrería barata y compartida es un ejercicio ocioso: para quienes no son aficionados al atletismo, correr un kilómetro es una hazaña y, por tanto, ni entienden ni les interesan nuestros ritmos, progresiones, lesiones, aceleraciones, tiradas, entrenamientos o competiciones.
Y, para los que saben del tema, al mostrarnos ufanos por haber cumplimentado 10 kilómetros en 50 minutos, lo único que hacemos es el ridículo, al demostrar y proclamar que no somos más que unos miserables pisa-parques y unos fracasados atléticos. Unos quiero y no puedo.
El señor Drake termina su artículo dándonos un consejo: “corran, señores, corran mucho que es bueno para muchas cosas y además es barato… pero por favor dejen las redes sociales para disciplinas que se le den un poco mejor y de las que realmente puedan presumir”.
Y ahí es donde el artículo termina de pinchar en hueso, levantar ampollas y herir sensibilidades. Al menos, la mía. Y mira que está insensibilizada…
¿Por qué cuento yo mis recorridos, sucedidos y vivencias, corriendo; habiendo llegado al extremo de dar vida a ese Señor G, el Garmin, que me marca los ritmos, los recorridos, los kilómetros, los desniveles y las pulsaciones?
Por dos razones.
La primera, por orgullo.
La segunda, por satisfacción.
Y no me refiero al orgullo y satisfacción que embarga a su Majestad, en el ejercicio de su cargo, en Nochebuena.
Me refiero a sentimientos auténticos, de los de verdad.
Orgullo, porque cada vez que salgo de casa, con mis zapatillas, al trote cochinero; estoy venciendo la molicie, la indolencia y mi innata predisposición a la pereza, al tumbing y a la internacionalmente conocida (y extendida) afición masculina al Egg’s rasking.
¿Y no lo voy a contar?
Pues claro que sí. ¡Faltaría más! Porque es motivo de orgullo y porque, al leerlo, hay que gente que se pica. Y que, en vez de comer ajos, hace de tripas corazón y se echa a los caminos. Las Redes potencian el efecto arrastre y la imitación de comportamientos. Así que, si hay un grupo de aficionados al running que, en vez de animar a la gente a comprar, consumir o gastar; animan a hacer deporte… ¡bienvenido sea!
Muy al contrario de la peregrina teoría que plantea Mr. Drake, ojalá cada vez más gente contara las cosas intrascendentes, pero buenas, sanas y productivas que hace. Cosas sencillas, en las que no somos expertos, pero en las que volcamos nuestra mejor voluntad, nuestro tiempo y nuestro esfuerzo.
Para recomendar un libro, una película o un disco; no hay que ser un reputado crítico. Y cada hora invertida en leer, en escuchar música o en ver cine; es una hora arrancada a la monotonía de una existencia vacua, vacía, sosa y aburrida.
¡Me gusta saber lo que leen mis contactos del Facebook! ¡Me gusta saber lo que ven mis Seguidos en el Twitter! Me gusta saber que mi amigo Lucas, aunque se haya pasado todo el partido sentado en el banquillo y no haya rascado bola, el lunes volverá a entrenar con su equipo de Regional, en un campo de hierba artificial que, hasta hace nada, era de tierra.
Y por eso, es motivo de satisfacción. Me satisface correr. Y contarlo. Porque creo que es bueno. Correr. Y contarlo. Porque creo que si más gente contara las cosas sencillas que hace y que le reportan bienestar, alegría, tranquilidad y sabiduría; mejor nos iría a todos. Porque creo en la ejemplaridad en los comportamientos.
Porque leer es mejor que no leer. Y hacer deporte, mejor que no hacerlo. E ir al cine, mejor que no ir. Y, si lo hacemos, hay que contarlo. Para que sirva de ejemplo, de estímulo, de acicate.
¿Hago el ridículo contando que he corrido a seis minutos el kilómetro?
Sinceramente, creo que no.
A mí, vergüenza me dan, me darían otras cosas y otros comportamientos. Como algunos de las que ocupan las portadas de los periódicos, por ejemplo. Eso sí es para sacar los colores.
Si más gente practicara, disfrutara y contara de las cosas simples de la vida y nos hiciera partícipes de sus gustos y aficiones más sencillos y poco ambiciosos, mejor nos iría a todos.
Jesús Lens. De afición, Pisaparques. Y a mucha honra.