El principal problema que tiene hablar de “Gravity”, llegados a este punto, es que la película de Alfonso Cuarón ya no es solo una película, sino todo un fenómeno, un acontecimiento planetario, una explosión sin parangón desde los tiempos de “Avatar”.
Y, como en el caso de la película de James Cameron, el 3D tiene mucho que ver en el éxito atómico y universal de una película que… ¿es para tanto? Cinematográficamente hablando, quiero decir.
Yo, como (casi) todo el mundo, gocé, flipé y aluciné en colores viendo las aventuras de Clooney y Bullock en el espacio. Y flipé de tal manera que guardo en la memoria más sensaciones e impresiones que recuerdos cinematográficos. Tengo ahí grabado, a fuego, el vértigo de las caídas y la sensación de centrifugado, cuando ella va dando vueltas sin control. Y la sensación de ingravidez. Y la sensación de paz, belleza, silencio y serenidad que transmiten muchas de las imágenes de la película. Y la sensación de ahogo y asfixia, cuando Sandra se nos ahoga. Y, y, y… ¡tantas sensaciones!
Tantas sensaciones juntas, seguidas y concatenadas como no recuerdo haber experimentado en el cine, desde la referida “Avatar”, con ninguna otra película. Y, a la vista de las astronómicas cantidades que la película está recaudando en los cines; está claro que otra mucha gente está compartiendo esta desatada Gravinsanity.
La pregunta llega a la hora de analizar la película, más allá de los supuestos errores científicos de los que se la acusa y que a mí, personalmente, me importan un carajo. Porque “Gravity” no es un documental científico. Es una película. Con su guion, sus trucos, sus efectos y su dramaturgia.
Y ahí queríamos llegar. Al guion. O a su falta de. A esos mensajes de superación personal y de “voy a conseguirlo” que serían más propios de un estudiante de enseñanza media que de toda una doctora que se encuentra desarrollando una labor de alto riesgo en el espacio exterior.
Que sí. Que es verdad.
Pero que, ante el derroche visual y la espectacularidad de las imágenes… ¿a quién le importa? A mí, desde luego, no me importa (casi) nada. Como, insisto, no me preocupa el rigor científico sobre el que se ha hecho tanto hincapié.
Me quedo con las sensaciones. Porque es el único camino posible, si queremos seguir viendo cine en las salas: las sensaciones. Y es que, como tampoco me canso de repetir, no es lo mismo ver una película que ir al cine.
No son iguales las risas de “Las brujas de Zurragamurdi”, compartidas en una sala llena, que en la soledad de tu casa. Ni se disfruta igual del menú de “Caníbal” entre los murmullos de la platea, atestada de público, que en la discreción de tu salón. Aunque te comas unas albóndigas caseras mientras Antonio de la Torre se cena su filetico, rico, rico.
La gran virtud de “Gravity” es demostrar a la gente que, pagar por ir al cine, tiene sentido. Y recompensa. Que merece la pena. Que la experiencia deja buen sabor de boca. Que es un lujo. Que hay que hacerlo. Volver. A ir. Una y otra vez. Porque el cine genera adicción. Y películas como “Gravity” contribuyen a incentivarla y acrecentarla.
Jesús Lens
En Twitter: @Jesus_Lens