Cuando salí del cine, escribía en las Redes Sociales algo así como que “la última película de Woody Allen es un brutal ejercicio de sadismo”, opinión que no solo mantengo sino que, además, comparto.
Sadismo contra el personaje interpretado por Cate Blanchett, que empieza la película como una desquiciada sin remedio y la termina… bueno. Ya veréis/habréis visto cómo termina, ¿verdad?
El caso es que Cate interpreta a Jasmine, la esposa de uno de esos magnates de las finanzas que, como Madoff, arruinó a cientos de miles de personas a través de una estafa piramidal. Esposa que firmaba cualquier papel que los abogados de su marido le ponían por delante y que, disfrutando de un lujo asiático y absolutamente desmedido, decía no saber qué pasaba a su alrededor, como si todo aquel despiporre High Class fuera maná que llueve del cielo. En tres palabras, tal y como describía su cuñado su actitud: se hacía la longui.
Hete aquí que la crisis financiera derrumba tan fabuloso como fantasioso castillo de naipes, conduciendo al esposo a la cárcel y arruinando a la muy noble y creída Dama de las Camelias: de un día para otro, lo ha perdido todo y tiene que dejar su burbuja de cristal neoyorquina para instalarse con su hermana, Ginger, en San Francisco.
Una hermana de clase trabajadora, con un ex marido zafio y brutote, unos hijos gruesos y un novio aún más zafio que su anterior esposo. Una hermana que acoge a Jasmine en su apartamento, abriéndole las puertas de su vida, ofreciéndole apoyo, consuelo, cariño y comprensión. Pero, claro, la transición entre dos vidas tan diferentes es muy, muy complicada.
Y ahí es donde Woody Allen juega con el espectador: mostrando en flash back la vida anterior de Jasmine y comparándola con la actual. Pero alternando dos miradas: la principal, la de la propia Jasmine, la protagonista. Y la complementaria, la de su hermana. La de esa Ginger que tiene un corazón de oro, aunque sea un patito feo. La Ginger que disfruta de la vida, de las cosas sencillas del día a día que comparte con su novio. La Ginger que no entiende por qué sigue llorando su hermana, tras haber descubierto que su marido era un estafador.
Estamos ante una película de tesis de Woody Allen. Y las películas de tesis tienen el riesgo de poner más énfasis en el discurso y en la idea que en su plasmación en pantalla. Así las cosas y estando de acuerdo con que la Blanchett hace una interpretación magistral, el resto de personajes están demasiado poco trabajados y resultan caricaturescos. Más, viendo la película doblada, con esos acentos falsos e impostados que hacen que no te creas nada de lo que dicen Sally Hawkins, Bobby Cannavale o el mismísimo Louis C.K.
Hay un documental biográfico sobre Woody Allen en el que, además de decenas de testimonios de personas que lo conocen, lo han tratado y han trabajado con él; interviene el propio Allen, defendiendo la importancia de las cosas sencillas de la vida: un paseo, tocar el clarinete con los amigos, ver un partido de baloncesto…
“Blue Jasmine” es una de esas películas imprescindibles para conocer la relación entre la vida el arte para un artista como Woody Allen, una venganza contra una gente y una casta a las que Allen parece detestar y odiar. Y, por eso, porque le da más importancia al mensaje que a la resolución de la película; a mí no me ha parecido ni tan intensa y bien cerrada como “Match Point” ni tan encantadora como “Midnight in Paris”. Sí me ha gustado mucho más que los ejercicios español e italiano de su Gran Viaje por Europa; pero eso no era difícil.
¿Hay que ver “Blue Jasmine”? Indiscutiblemente sí. Aunque no sea una película para tirar cohetes. Al menos, hasta volverla a ver, en una Versión Original cada vez más necesaria para ponderar las virtudes y/o los defectos de una película.
Jesús Lens
En Twitter: @Jesus_Lens