Largo y abigarrado título para una película, solo aparentemente sencilla, que nos devuelve al David Trueba más tierno, melancólico y romántico de su carrera, a través de una Road Movie que lleva a sus personajes a una Almería con aspecto de Salvaje Oeste, y no porque fuera la cuna del Spaghetti Western, precisamente.
La película comienza planteando tres historias paralelas que inmediatamente coinciden en un Simca, rumbo al sur. Siempre el sur. Tres historias de las que solo la del maestro hipersensible tiene una cierta consistencia: la del chico que no se quiere cortar el pelo está demasiado cogida por los ídem y la de la muchacha embarazada en fuga está planteada con un cierto trazo hueso. En pocas palabras, demasiadas hostias que vuelan con una facilidad pasmosa como recurso narrativo para poner a los personajes en fuga y embarcarlos en una escapada que tiene como destino la Almería rural y costera en la que John Lennon se encuentra filmando la película “Cómo gané la guerra”.
Pasado ese arranque, la película coge inmediatamente vuelo gracias, sobre todo, a la deslumbrante interpretación de un Javier Cámara que hace suyo el personaje principal, hasta el punto de que sería impensable que cualquier otro actor español, extranjero o extraterrestre lo hubiera podido interpretar. ¿Habrá escrito David Trueba el guion pensando en él? Porque la identificación es total y absoluta.
Entre risas y charlas, canciones y miradas perdidas, bromas y tarteras; vamos conociendo a los personajes a la vez que ellos se descubren a sí mismos: sus sueños, sus decepciones, sus anhelos, sus planes, sus miedos, sus confusiones… ¡y así llegamos a Almería! Almería como territorio mítico en el que el personaje interpretado por Ramón Fontseré tiene uno de esos bares que ya forman parte de la Lista Imprescindible de los Garitos del Cine Español.
La Almería que nos muestra Trueba es la Almería subdesarrollada y miserablemente pobre de hace cincuenta años. Una Almería en la que los niños tienen tracoma y no van a la escuela porque tienen que ayudar a la mama, vendiendo chumbos o limpiando coches. Niños que no disfrutan ni cuando les regalen un balón de fútbol, prefiriendo un duro que llevarse a la boca. La presencia de una amplia y variada galería de mostrencos con acento ininteligible, desde el “gerente” del hotel en que se alojan los protagonistas a los parroquianos del bar, pasando por la pareja de la Guardia Civil o el acomodador del cine, le aportan un necesario tono de humor a la historia, evitando así que caiga en lo excesivamente dramático o en lo almibarado.
Porque lo mejor de “Vivir es fácil con los ojos cerrados” es la deliciosa relación que se establece entre el triángulo protagonista: su complicidad, su enamoramiento más o menos platónico, su sintonía, su saber hacer y su saber estar. Y, por supuesto, su ansia de libertad y de encontrar horizontes más abiertos, más amplios y más luminosos que los ofrecidos por aquella España triste, gris, fría y de tiros largos.
Hasta llegar al final. Un final épico. Mitológico. El único final posible. Un final abierto y repleto de posibilidades que se adecúa perfectamente al tono de la película. Un final conciliador, en el que encajan todas las piezas de una historia maravillosamente escrita y filmada con el cariño, el mimo y el tiento que la misma requiere.
Y llegados a este punto, si quieres saber para qué viajan los protas a Almería y si conseguirán encontrar a John Lennon y con qué fin, tendrás que darte un salto al cine más cercano y sacar entrada para “Vivir es fácil con los ojos cerrados”.
Porque no es lo mismo ver una película que ir al cine.
Jesús Lens
En Twitter: @Jesus_Lens