Todos lo hemos oído, lo conocemos y lo hemos usado: Mens sana y corpore sano.
Lo de practicarlo, sin embargo…
Para este 2014, vamos a poner en marcha una nueva iniciativa que busca aunar una sana e imprescindible simbiosis entre cuerpo y mente. Y lo vamos a hacer de una forma muy sencilla: juntándonos para correr y para hablar de libros.
Como sabéis, mi último libro es “Cineasta Blanco, Corazón Negro”. Tiene algunos meses, pero aún no lo hemos paseado lo suficiente. Y se trata de un libro que aúna lo cinematográfico con el viaje y la aventura, así que está pidiendo a gritos darse una vuelta y salir On the road.
Me gustaría llevarlo a plazas en las que ya hemos estado otras veces, como Alcalá la Real, Salobreña, Motril o Jaén. Pero también viajar con él a Sevilla, Málaga o Almería. Y volver a tomar Madrid. Y subir a Barcelona. Y, por supuesto, allá donde sea requerido.
Y hacerlo, además, gastando zapatillas. Organizando, antes de la presentación, una tranquila, agradable, comunitaria y divertida salida al trote; por algunos de los lugares emblemáticos de las ciudades y pueblos que visitemos. Y, para quienes no corran, una caminata, aunque sea de menos kilómetros.
¿Habrá algo más reconfortante que rodar un puñado de kilómetros, estirar e hidratarse con unas cañas, antes de hablar de libros, de cine, de viajes, de bares, de jazz, de periodismo y comunicación y de todo lo que se nos ocurra? Porque aquí tengo a mi otro libro, “Café-Bar Cinema”, diciendo que él, para lo de correr, menos; pero que para lo de hidratarse…
Pues ésa es la intención. Hacer salidas que combinen el correr con el leer. El sudar con el hablar. El hidratarse con el cultivarse. Vamos a trasladar el espíritu del Tercer Tiempo del mundo del Rugby al Running, dándole además un toque cinéfilo-literario.
Zapatillas, barras, mesas, cañas, música, notas, libros, prensa y pantallas.
¿Te parece atractivo el plan? ¿Te sumas? Por supuesto, no es obligatorio unirse a las carreras para participar de las cañas y/o de las tertulias. Pero si pruebas, verás que te gustará.
Esta iniciativa dará sus primeros pasos en enero de 2014, en uno de esos lugares especiales en el que nos sentimos como en casa: Alcalá la Real.
Como es tradicional y mandan los cánones, ahí va mi Cuento de Navidad de este año. ¡Salud, felicidad, buena digestión y ojito con la Ciclogénesis Explosiva!
– ¡Se acabó! En cuanto pase Reyes, au revoir.
Con ese convencimiento se marchó Aurelio a casa aquella noche, tras haber comprobado que la caja de la jornada no le volvía a dar ni para cubrir gastos. Y no pegaba ya el cerrojazo porque sentía que se debía a algunos de sus clientes que, en Navidad, encontraban en su Café un refugio donde resguardarse de la tormenta. Ya vería cómo hacía frente a las facturas pendientes pero, al menos, otro par de semanas iba a resistir.
Aunque intentó mostrarse más o menos como siempre, Carmen, su mujer, le dijo que lo encontraba mustio. Más que de costumbre. Él musitó algo sobre un cliente especialmente pesado, cambió de tema y se marchó a dormir. A dar vueltas en la cama, más bien: una vida entera tras la barra del Café-Bar Cinema y, a la vejez viruelas; había terminado por arruinarse.
Y lo peor era que cada día que mantenía el negocio abierto, las deudas no hacían sino incrementarse. Estaba claro que el negocio se había agotado. Que los parroquianos habituales, cada vez menos, no consumían como antes. Y que la competencia de las franquicias que se habían apoderado del centro de la ciudad, era feroz. La gente prefería pagar unos céntimos menos por productos industriales, aunque muy bien presentados y envueltos, eso sí. Cuestión de gustos. Y, para Aurelio, de disgustos.
Una vez tomada la decisión, Aurelio se obligó a aguantar el tipo, a hacer de la necesidad virtud y a mostrar la mejor de sus caras, sin anticipar sus planes a ninguno de los habituales del Café.
– ¡Aurelio! ¡Que llegamos tarde! ¡Espabila hombre de Dios!
No entendía el empeño de su mujer, aquel 28 de diciembre, en salir a cenar. Y sí. Llegarían tarde. Pero es que a Aurelio le hirvió la sangre cuando supo que iban a ir, precisamente, a uno de los locales que le habían llevado a la ruina. O, al menos, que le habían empujado hasta el precipicio.
En realidad, hasta el último momento albergó la esperanza de que todo fuera una inocentada de su mujer, muy poco graciosa por otra parte; pero cuando se vio cruzando las líneas enemigas… ¡Inaudito! Y, lo que era peor, ¿quién estaba allí, en la barra, a la vista de todos? Pepe. Con Pedro, Francis, Migue y los José Manueles. ¿Sería posible? ¡Con la de veces que se les había llenado la boca diciendo que a ellos no les verían en uno de esos Gastrobares que habían proliferado como setas!
“Y míralos, al fondo: Arturo, Constancio y Alejandro, que tan caros eran de ver por el Cinema… ¡y allí estaban, tan contentos ellos!”, pensaba Aurelio para sus adentros, recordando que éstos eran de los que ya no pasaban por su Café como antes. ¿Y un poco más allá, entre varios grupos de gente desconocida? Alberto. Con Marga. Y toda su panda. ¡Otros que tal bailaban! Con lo que habían criticado esa tendencia a las raciones en plato cuadrado en las que había más loza que lorzas…
En esas cuitas estaba Aurelio, cuando se encontró rodeado por sus hijos, su hermana y sus sobrinos, que le besaban y achuchaban. Buscó con la mirada a Carmen y ella, sonriendo, solo se encogió de hombros.
Y fue entonces cuando Felipe tomó un micrófono y la palabra.
– “No puedo imaginar lo que le habrá supuesto a usted, Don Aurelio, entrar en uno de mis locales. De hecho, tenía miedo de que le sangraran los ojos y los oídos o temía que, directamente, entrara en combustión espontánea. Por fortuna, no ha sido sí. Y créame que me costó convencer a Doña Carmen de que le hiciera venir. Ella tampoco se fiaba ni lo veía claro. Pero me alegro de que, al final, se animara a ser cómplice de esta pequeña maldad, arrastrando a sus amigos y clientes. Sé positivamente, Don Aurelio, que desde que abrieron tanto este local como otros parecidos por la zona, la afluencia a su Café-Bar Cinema se ha resentido. Por eso, hoy, Día de los Inocentes, hemos querido darle una sorpresa.
Aurelio, al que sus años tras la barra le habían hecho hombre versado y de lengua afilada, sin que sirviera de precedente, estaba mudo y estupefacto.
– “Esta noche, toda la recaudación de este local será para la caja del Café-Bar Cinema, Don Aurelio. Además, aquí tengo un cheque con lo recaudado en otras tiendas y comercios de la zona, muchos de cuyos dueños nos acompañan esta noche. Y no. No se vaya a pensar que es altruismo o, peor aún, caridad. Ni mucho menos. ¡Es justicia! Un Café como el suyo, histórico, por el que ha pasado toda la memoria viva de esta ciudad, engrandece este barrio y es un orgullo para nosotros compartir vecindad. Además, tenemos que conseguir que su Café-Bar Cinema sea un reclamo no solo para los vecinos y residentes en la zona, sino también para turistas y viajeros, algo en lo que ya hemos empezado a trabajar. Pero de todo ello hablaremos cuando pasen las fiestas. Ahora solo me queda decir… ¡SALUD!
Aurelio se tenía por un tipo duro. Y, sin embargo, mientras entrechocaba su copa con las de todos sus familiares, amigos y demás parroquianos; pugnaba por evitar que las lágrimas terminaran por saltar de sus ojos.
Pateando el Mundo, Cine con Swing, Café Bar Cinema, Cineasta Blanco Corazón y Negro y yo os deseamos que paséis unas fiestas distendidas y relajadas, con esa buena gente que siempre te alegra la vida y disfrutando de los regalos, con mesura, con sentido… y con conciencia.
¡Que estos días sean, como mínimo, tan buenos como los de diario! Con lograrlo, ya podemos darnos por contentos y satisfechos, ¿verdad?
Hay unas pocas películas que, al terminar, provocan determinadas reacciones, espontáneas y colectivas, en el público. Lo habitual suele ser recibir los títulos de crédito con una cierta indiferencia, recoger las pertenencias y desfilar hacia la calle, si acaso, comentando alguna cosilla con tu acompañante. Recuerdo, sin embargo, que al terminar “La vida de los otros”, todo el público rompió en un glorioso aplauso. O, al final de “The Artist”, que salías chasqueando los dedos y con ganas de bailar.
Cuando “12 años de esclavitud” llega a su fin y leemos en pantalla que todo lo que hemos visto está basado en hechos reales, la reacción de la gente es… el silencio. Un silencio denso y ominoso, de los que se cortan con un cuchillo. Noqueados contra el asiento, cuesta trabajo recoger los abrigos y salir de la sala. Y, sobre todo, cuesta articular palabra y decir algo sobre una película que admite decenas de adjetivos, todos ellos superlativos. Y durísimos: de brutal, descarnada o sangrante hacia arriba.
El título es ya bastante ilustrativo de lo que vamos a ver: los doce infernales años que pasará Solomon Northup, en principio, un hombre libre, negro, violinista y padre de familia respetado y querido en su comunidad, tanto por blancos como por negros. Doce años de pesadilla que comienzan cuando es secuestrado y vendido al mejor postor en el sur racista y supremacista de los Estados Unidos, donde la esclavitud estaba legitimada y legalizada.
Interpretado magistralmente por Chiwetel Ejiofor, el personaje de Solomon, despojado de su libertad, de su identidad y hasta de su nombre, pasa por todos los estadios, empezando por la incredulidad y la estupefacción hasta llegar a la ira, el conformismo, la desesperanza y, en muchas ocasiones, el terror. Pero nunca, nunca, pasa por la rendición.
Y mira que es como pensárselo. Lo de rendirse. Porque los doce años que Solomon tiene que soportar resultan especialmente áridos y dolorosos tras conocer, casi desde el principio, la agradable y acomodada vida que llevaba con su esposa y sus hijos. El contraste, así, es mayor. Y, por supuesto, la identificación del espectador con el personaje, infinitamente más impactante que en los casos en que vemos cómo los esclavos son secuestrados en África y llevados a Estados Unidos (la serie “Raíces” y la película “Amistad” serían los referentes más cercanos). Porque, funcionando también como metáfora de los tiempos en que creíamos que todo era sólido; viendo la película, sentimos como potencialmente propia la caída en desgracia de Solomon.
La película es larga. Y está filmada a través de tomas igualmente largas y morosas, con planos-secuencia extraordinarios, como ése en que Solomon es colgado de la rama de un árbol y ha de hacer equilibrios para no asfixiarse mientras, a su alrededor, los demás esclavos siguen trabajando, como si nada.
Las imágenes de las enormes mansiones de ese Deep South, con los sonidos de la naturaleza como la mejor banda sonora, son escalofriantes. Tanta belleza. Tanto sufrimiento. Tanta hermosura. Tanto dolor. (Ya decíamos AQUÍ que esta película iba a ser algo muy grande, lo que nos hace esperar con igual ansia la biografía de Mandela que está por venir).
Y luego están los diferentes personajes blancos con los que Solomon tiene trato. Reluce especialmente Michael Fassbender. Que no es que sea el actor de moda. Es que es el mejor actor del momento. Y punto. Su esquizofrenia y su relación de amor-odio con Patsey también pasa por todos los estadios posibles y desemboca en la secuencia de la que todo el mundo habla, que no vamos a describir y… que sí. Que yo considero necesaria. Como dice el propio director, Steve McQueen: “No es el momento de girarse o cerrar los ojos. Si (el espectador) lo hace, acepta ciertos aspectos de ello. Tiene que mirar… Es horrendo. Pero sí. Tenemos que aceptar esas cosas. Si no, no podemos seguir adelante”.
No sé si “12 años de esclavitud” se hartará de ganar todos los premios que se merece o su dureza y la crudeza de algunos pasajes serán demasiado indigestos para los gustos cinematográficos más conservadores. Pero es una película imprescindible y necesaria, de las que acreditan que el cine es más, mucho más que un mero entretenimiento.
En primer lugar, quiero dar las gracias al club Pazito a Pazito de Motril por volver a organizar, cinco años después, una prueba tan emblemática como ésta, que pone el punto y final al 2013 atlético. Al menos, por lo que a competiciones se refiere.
Ya sabes, porque así lo he escrito y publicado, que estoy convencido de que correr es el deporte más democrático que hay y que el mismo esfuerzo invierte el primero en llegar a la meta que el último en traspasarla. ¿Te acuerdas de este artículo? Pues ahí lo explico.
Y carreras como la de hoy son una palmaria demostración de la virtualidad y la veracidad de dicha teoría.
No sé si llegaríamos a 200 los chalados que, a las 10 horas de una excepcional mañana, climatológicamente hablando, partíamos de la motrileña Plaza de la Coronación para hacer tres kilómetros planos, incluso de bajada, antes de afrontar las primeras rampas que conducen a Puntalón. (Lo que sí sé es que hemos terminado 137, solo, lo que habla bien a las claras de la dureza de la prueba).
Cumplimentados a buen ritmo esos primeros kilómetros, por debajo de 5 minutos cada uno de ellos, los dos siguientes eran relativamente cómodos. (AQUÍ tienes mi particular y notablemente pedestre recorrido).
Hasta ahí iba hablando con mi amigo Eduardo, con el que bajé desde Granada. Bueno, miento. Él hablaba y yo hacía como que le contestaba, escupiendo monosílabos a duras penas. Menos mal que luego se puso a charlar con el incombustible, adorable y por todos querido y jaleado Roberto y con David, y yo pude respirar.
Después, cuando subimos y bajamos junto a la nueva e inmaculada Autovía y el paisaje empezaba a cambiar, dejando atrás casas y entrando en tierra de cortijos, Eduardo se fue hacia delante, al ver que yo ya no podía articular palabra. Y es que Edu debería haber intentado ir con Víctor y su imperial paso de triatleta. Pero a él le gusta compartir tiradas y disfrutar del recorrido.
Poco a poco, los cortijos fueron dejando paso a los bosques de pinos. El asfalto, húmedo por el rocío, resbalaba en algunas partes. Pero el tiempo, atmosférico, seguía siendo una gozada. El otro, el que marca el cronómetro… ya es harina de otro costal. Y las Bolas, las del Conjuro, allí arriba. Llamándonos. Y nosotros, hacia ellas. ¡La de veces que me he acordado de las tiradas que hacíamos en bici, desde la Chucha, las tardes de verano en que Perico e Indurain nos espoleaban…!
De repente, el mar. Impresionante y sereno. El sol, reflejado en su superficie, lo convertía en un espejo. Y allí seguíamos, hacia arriba. Siempre hacia arriba. En esta parte del recorrido, tras perder contacto con un grupo de atletas, me quedé solo. Y ahí seguí, en tierra de nadie, hasta la meta. No pude alcanzar a nadie ni nadie me adelantó. Kilómetros y kilómetros en soledad, gozando de este deporte glorioso que te permite disfrutar de días tan memorables como éste.
Cuando alcanzas los molinos de viento, sintiéndote más loco que Don Quijote, das una curva y allí aparecen las blancas cumbres de Sierra Nevada. Es un tópico, pero… ¡es que es una gran verdad! A la derecha, el mar. A la izquierda, la Sierra. ¡Qué lujazo!
El peor momento de la carrera llega cuando, al terminar el kilómetro 14, tras un haber hecho un par de ellos a un ritmo algo más vivo gracias a un falso llano tan necesario como agradecido, en vez de seguir por la carretera que baja hasta los Gualchos y Castell de Ferro, hay que tomar el desvío que te obliga a subir, de forma inclemente, hasta la meta.
Cuatro durísimos kilómetros en los que la cabeza tiene que hacer un trabajo ímprobo para que el cuerpo no se venga abajo. Porque, aunque al final siempre acabo llegando, ni quería sufrir como un perro ni destrozarme y cruzar la meta como otras veces, exhausto, mareado e incapaz de articular palabra.
Pazito a pazito, sin nadie por delante ni por detrás, seguí subiendo. Hasta que, a la vuelta de una curva, estaba la meta. Y el agua. Y esos sensacionales rosquillos de azúcar, caseros, caseros. Y la ropa seca, en el bus. Los abrazos con los amigos, los choques de manos, los comentarios de las mejores zancadas… y los proyectos.
– Pues me han dicho que en Almería…
– Pues este año hay que hacer la Media Maratón de Montaña de La Ragua…
– Y no podemos fallar en la Órgiva-Lanjarón-Órgiva…
– ¡Habéis estado en la de San Antón en Jaén, con las antorchas?
Porque correr es un veneno. Y hacerlo en montaña, aunque sea un sufrimiento extremo, es un placer sin igual.
Vale. Cinco años después de mi anterior Subida al Conjuro, he invertido 15 minutos más (aunque el recorrido contaba con 400 metros extra) Pero eso es anécdota. Lo importante era volver a subir.
Y bajar para contarlo.
Y brindar con una Alhambra bien fresquita con Eduardo. ¡Misión cumplida! Por nosotros y nuestros compañeros, José Miguel y mi hermano. Que ya vendrán, ya… y por mi Álter, José Antonio Flores. Que tenía esta carrera marcada en rojo en su calendario, pero al que una inoportuna lesión alejó de una Subida al Conjuro que ya estamos empezando a preparar, para despedir 2014… ¿verdad?
Y nos quedan las albóndigas. Porque la lotería… pero lo de las albóndigas ya es otra historia.
Jesús Lens
PD.- Para la Meta #Correr250kmsen1mes , ya acumulo 185 kilómetros. Es decir: quedan 65 kms. por correr y 9 días para hacerlo.