Despectivamente las llamamos “películas de chinos”. Porque están hechas y protagonizadas por chinos, claro. Pero, sobre todo, por el tema: artes marciales, Kung Fu, nunchacos, piernas rotas y grititos en alta definición, como gatos maullando que tratan de sacarse los ojos a arañazos.
Se estrena en España “The Grandmaster” y, los que no tienen ganas de complicarse, la definen como “la historia del profesor de Bruce Lee”. En realidad, es lo que ponen los carteles. Nos ha faltado, tan solo, despacharla con la denominación estándar: una de chinos.
Que razón no le faltaría, al descriptor. Pero sí precisión y exactitud. Porque la película, recién estrenada, viene firmada nada menos que por Wong Kar Wai, uno de los directores más interesantes de la cinematografía mundial. Títulos como “Chungking Express”, “Deseando amar”, “2046” o su épica e intimista historia de amor norteamericana, “My Blueberry Nights”, por la que siento una especial devoción, como escribía aquí hace cinco años ya; le acreditan como uno de los grandes directores contemporáneos. Y punto.
El reparto de “The Grandmaster” está integrado por una estrella como Tony Leung, cuyo rostro es capaz de transmitir a la vez toda la fragilidad del hombre solo, la determinación del maestro y la nostalgia del enamorado sin remedio. El resto del reparto, igualmente extraordinario, está integrado por Zhang Ziyi, Zhao Benshan, Chang Chen, Brigitte Lin, Zhang Jin, Song Hye-kyo, Wang Qingxiang, Cung Le, Lo Hoi-pang, Liu Xun, Leung Siu Lung y Julian Cheung Chi-lam. Lo que podría preocupar a alguno de esos espectadores para quién “todos los orientales son iguales”, por miedo a no identificarlos e individualizarlos. Pero no es el caso.
Y sí. La película cuenta la historia de Ip Man, toda una leyenda en su país, al haber vivido la caída de la última dinastía china y la invasión del gigante asiático por parte de los japoneses… y haber sido, efectivamente, el maestro del no menos mítico Bruce Lee. Ya sabes: Be Water, My Friend (para lo que quedan las leyendas…)
Tradición y modernidad; principio y fin de ciclo; cambio de forma de entender la vida y las artes marciales; guerra y paz; amor y soledad; respeto y desafío; honor y traición… de todo ello es de lo que nos habla una película repleta de peleas, por supuesto, pero rodadas con un pulso y una morosidad que consiguen transmitir paz y sosiego al espectador. Que no aburrimiento, ojo. Aunque la línea esté, a veces, demasiado cercana.
Otro tópico sobre este tipo de cine, pero que nos viene al pelo, es el que habla de “la coreografía de la violencia”. ¡Claro que sí! Toda la secuencia de la estación de trenes es como un musical. Es de una belleza estética sin parangón. Por eso los personajes no cambian el rictus de la cara ni aun cuando les rompen las costillas. ¿No sonríen las sirenas de la natación sincronizada cuando emergen de las aguas, asfixiadas y a pique de ahogarse? Pues lo mismo.
Al terminar de ver la película tuiteaba yo: “A ciencia cierta, yo no te recomendaría ver esta película. A ciencia incierta, absolutamente”.
Y, a la pregunta de mi admirado José Enrique Cabrero (cuyas reseñas de cine en IDEAL son imprescindibles), insistiendo sobre si recomendaba verla, le respondía: “¿Es recomendable la visión de un cerezo en flor bajo la nieve del invierno?”
Ahí lo dejo. Eso sí: gracias al granadino Cine Madrigal por seguir resistiendo.
Jesús Lens