Hay películas que quieres que te gusten tanto que, cuando no llegan al nivel de calidad y emoción que interiormente les exiges, te defraudan casi más que si fueran un mojón de estiércol.
Y entonces te encuentras en el cine, con los dedos contraídos y crispados, cerrando los ojos, con rabia, como si fueras un niño chico, repitiendo para tus adentros: “me está gustando, me está gustando, me está gustando”. Te concentras, respiras, los abres de nuevo… y confirmas que no. Que “A propósito de Llewyn Davis” no te está gustando.
Eso no quiere decir que la más reciente película de los hermanos Coen sea mala. Que no lo es. Pero que no sea mala no es suficiente. No cuando se trata de los autores de “Muerte entre las flores”, “Barton Fink”, “Fargo” o “El gran Lebowsky”. A estos tipos hay que exigirles la excelencia y la genialidad, la capacidad de emocionar, sorprender e intrigar; la maestría, en una palabra, de la que adolece esta biografía del fracaso, personalizada en ese músico folk, Llewyn Davis.
Y ahí está la clave. En Llewyn Davis. En el personaje. Fracasado. E ignorado. Arisco. Incómodo. Ególatra y caprichoso. Y pesadito. Muy pesadito. De forma que resulta imposible empatizar con él. Y, de esa forma, lo que le pase o le deje de pasar te trae al pairo. Te importa… nada. Menos que nada. No te identificas con sus desvelos, literales o metafóricos. Con sus anhelos o ambiciones. Y eso, creo, es lo que a mí me ha impedido disfrutar de una película que, por supuesto, tiene momentos brillantes e imágenes muy poderosas.
Como el episodio de Chicago y la audición improvisada con el mefistofélico personaje interpretado por el cada vez mejor F. Murray Abraham: ese viento, esa nieve y ese sueño acumulado transmiten toda la fisicidad que, sin embargo, esquiva al propio Davis, por mucho que fume sin descanso y, de vez en cuando, monte alguna escenita, algún numerito de artista genialoide e incomprendido.
Me gustan los dueños del gato. Y hasta el gato. Pero no me gustan ni Llewyn ni su no-novia. Vamos, que me preocupa más la suerte del felino que la del músico. Me gusta la estructura circular del viaje a ninguna parte que emprende Llewyn, desde su primera actuación en el “Luz de Gas” neoyorquino hasta la última y final. Que, en realidad, es la primera. Y la misma. Como dijera Marx (*), de la nada, es capaz de alcanzar las más altas cotas de la miseria.
Y, por si fuera poco, con el desaforado personaje interpretado por el inmenso John Goodman, que suele ser garantía de éxito, también tengo mis reservas.
En fin.
Que lo siento mucho, pero que “A propósito de Llewyn Davis” no va a figurar en mi personal antología de “Lo mejor de los Coen”.
Pero, por supuesto, esta no es más que mi opinión. Y, como dijera ese otro gran filósofo, “El sargento de hierro”, las opiniones son como los culos. Cada uno tiene el suyo.
¿Y a ti? ¿Te ha gustado la última de los Coen?
Espero respuesta.
(*) ¿Por qué tenemos que especificar, cuando citamos a Marx, que hacemos referencia a Groucho, cuando el humorista es mucho más parafraseado que el bueno de Carlos?
Jesús Lens