Aunque me gusta saber previamente de los lugares que voy a visitar cuando salgo de viaje, conocer su historia, su arte y haber leído a sus novelistas, en ocasiones me encuentro frente al funcionario que me sella el pasaporte sin saber nada del país en que voy a entrar, pero con los cinco sentidos alerta, expectante y ansioso por descubrir.
Este año me ha pasado algo parecido con el Festival Internacional de Jazz de Granada, cita ineludible a la que habitualmente hurtamos la palabra “internacional” al referirnos a ella, pero que es importante, muy importante, para recordar que estamos ante uno de los grandes acontecimientos culturales del año. Y de ello hablo en IDEAL, hoy.
Por culpa de ese tirano llamado Cronos, el Dios del Tiempo, me he presentado a la cita del Teatro Isabel la Católica sin los deberes hechos. Pero, sin que sirva de precedente y por una sola vez, me alegré de enfrentarme a los GoGo Penguin sin haber escuchado un solo acorde de su música.
Difícil, muy difícil describir con palabras el impacto que me provocaron los tres chavales de Manchester. Lean la crónica de Juan Jesús García en las páginas de Cultura de este IDEAL y se podrán hacer una día. O no. Porque lo mejor de la música en directo es que, o estás ahí para escucharla, o te la pierdes por siempre jamás.
Por supuesto, a la salida del concierto me abalancé con mi Cuate Pepe a la mesa en que se vendían los discos y nos llevamos los dos que había en stock. Discos sin nombre y con portadas minimalistas que los tres músicos, Rob Turner, Chris Illingworth y Nick Blacka, nos firmaron amablemente.
Firmas sencillas, aparentes garabatos que, sin embargo, encajan a la perfección con el estilo de las portadas. Mientras escribo estas líneas, todavía conmocionado por la máquina de hacer música que son los GoGo Penguin, escucho ambos discos. Maravillosos. Pero la sacudida no es como la que sentí en vivo, mientras la música me zarandeaba en la butaca.
Me gustaría hablarles del exitoso concierto inaugural y la arriesgada apuesta que fue contar con la joven Andrea Motis o de la electrocución a la que nos sometió el salvaje de Terence Blanchard. Y, también, de las estupendas jam sessions que la Asociación Ool Ya Koo está programando el TunTún Restobar, pero ya tendrá que ser mañana. O pasado.
El once del once, además de ser un día señalado para la Organización Nacional de Ciegos (mañana les digo si me ha tocado el Cuponazo, que termina en 0) es el Día de las Librerías. Y eso hay que celebrarlo. ¿Cómo? Pues está claro: yendo a una.
Cada vez es más complicado, en Granada, ir a una librería. Pero hoy no es día para llorar por cierres, traspasos y defunciones. Hoy es un día para festejar las que siguen abiertas.
Las buenas librerías son un inmejorable ejemplo de eso que se ha dado en llamar “reinventarse”. Que siguen vendiendo libros, por supuesto, pero que hacen un montón de cosas más, empezando por las tradicionales presentaciones literarias, cada vez más en desuso y menos apreciadas, por otra parte.
A través de la organización de Clubes de Lectura, por ejemplo, las librerías fidelizan a sus mejores y más comprometidos clientes y permiten hacer comunitaria una experiencia solitaria por antonomasia, como es leer un libro. Juntarse periódicamente para comentar, analizar, descubrir, reflexionar o discutir en torno a una novela, un poemario o un ensayo es una actividad muy estimulante que, si no la practican, ya tardan.
Muchas librerías organizan, también, actividades para los más pequeños, de forma que se sientan atraídos por el mundo del libro desde su más tierna infancia.
Y todo ello gracias al compromiso de una persona fundamental: el librero. Un buen librero es más, mucho más que un mero vendedor de libros. Es la persona que, si hace bien su trabajo, consigue convertir a un cliente en lector. Y el lector, no lo olvidemos, es una especie en peligro de extinción. ¿Recuerdan este artículo sobre «Ir a las librerías«? ¡Apliquémoslo!
En estos tiempos de algoritmos, recomendaciones cibernéticas y compras por Internet, pasar por una librería, ojear un libro y, después de hojearlo, comprarlo y leerlo en casa; es un acto de resistencia cultural que, un día como hoy, es necesario reivindicar.
Es 11/11. Día 3 de la Era Trumpiana. O Trumposa. ¿Qué tal si empezamos a practicar la resistencia contra el empobrecimiento intelectual yendo a una librería y llevándonos algún ensayo que nos haga comprender la realidad que nos rodea? O una novela negra, género que bucea en esos rincones oscuros de la sociedad que no solemos ver. Dos recomendaciones recién salidas del horno: “Mal trago”, de Carlos Bassas y “El jardín de cartón”, de Santiago Álvarez.
¿De qué escribir hoy, sino del Trumpazo? Cualquier otro tema palidece frente AL tema del día. Del mes. Del año. Por ejemplo, el vicepresidente de la Junta de Andalucía lo tiene tan claro que, antes de que hubiera terminado el recuento de votos, ya le estaba exigiendo a Trump que respete la legislación laboral en las bases norteamericanas y las condiciones de los trabajadores españoles.
De hecho, testigos presenciales afirman que Trump, antes de dar su discurso como vencedor de las elecciones norteamericanas, estuvo dudando si incluir unas palabras dedicadas a Manuel Jiménez Barrios, fuertemente impresionado por sus tempraneras reclamaciones. Y a este ejemplo (y otros) sobre la Realidad Paralela dedico hoy una pensadilla en IDEAL.
Me pregunto si esta falta de conexión con la realidad, la lógica y el sentido común la provocan el ocupar un cargo importante en una administración como la Junta de Andalucía o si viene de serie.
Porque, según parece, en la Consejería de Salud no se habían enterado del descontento profesional, social, médico y ciudadano que sacudía Granada con el tema de la fusión hospitalaria, quedándose muy sorprendidos por los resultados de las manifestaciones y concentraciones de estas semanas.
O ahí tienen a Sandra García, que después de anunciarse otro retraso en la puesta en marcha del Metro, dice entender al alcalde Paco Cuenca, pero no compartir su desacuerdo. Según ella, se mantiene la hoja de ruta, sin que la Junta haya paralizado nada. ¿En serio? ¿De verdad? Entonces, lo del aplazamiento, ¿a quién se lo achacamos? Al chachachá, seguramente… De este tema hablamos aquí hace unos días.
Cuando era joven, inocente y bienintencionado, pensaba que este tipo de declaraciones eran fruto del maquiavelismo político. Que, a veces, se hacían los tontos para tratar de justificar lo injustificable. Ahora ya no. Ahora estoy convencido de que hay mucha gente instalada en una realidad paralela, creyéndose las excusas, mentiras y fabulaciones que sus colaboradores, amigos y familia urden para ellos.
Personas que, a golpe de argumentario, viven convencidos que las cosas son como ellos creen que son. O como a ellos les gustaría que fueran. Personas absolutamente desconectadas de lo que pasa en la calle y que, de repente, se ven vapuleados por la realidad.
Después de lo del Brexit y lo de Trump, ¿qué más pruebas necesitan los partidos tradicionales de la falta de confianza en sus discursos, propuestas y promesas electorales? Mucho se critica al populismo. ¿Qué tal si nos paramos a reflexionar sobre los porqués del mismo?
Hace unas semanas, con motivo del estreno de “El hombre de las mil caras” y de “Tarde para la ira”, la revista Cinemanía hacía un repaso por los treinta y cinco mejores thrillers de la historia del cine español. Y, por encima de joyas como “La isla mínima”, “El crack”, “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto” o “No habrá paz para los malvados”; en lo más alto del podio, se encaramaba nada más y nada menos que “El cebo”.
Dirigida en 1958 por Ladislao Vajda, “El cebo” constituye, efectivamente, una de las cumbres del cine español. Es, además, una rara avis en nuestra cinematografía, al constituir una coproducción hispano-germano-suiza dirigida por un cineasta de origen húngaro y con un guion en que participó el polifacético escritor suizo Friedrich Dürrenmatt.
Titulada en alemán “Sucedió a plena luz del día”, la película cuenta una historia muy angustiosa: la investigación del asesinato de una niña pequeña en un diminuto pueblo suizo. La única pista es un dibujo realizado por la pequeña, antes de morir. Y el único sospechoso, un vendedor ambulante que, detenido y encarcelado, termina suicidándose.
El policía encargado de la investigación, al borde la jubilación, tiene muchas dudas acerca de la culpabilidad del fallecido y, tras dejar a un oficial más joven en su puesto, seguirá investigando por su cuenta. Una investigación que no tardará en convertirse en algo más: en una auténtica obsesión que llevará al protagonista a tomar decisiones éticamente muy dudosas.
“El cebo” es, por tanto, una película de género negro completamente atípica, temáticamente emparentada con clásicos como “M, el vampiro de Düsseldorf” y, sobre todo, con “La noche del cazador”. En concreto, con el clásico imperecedero de Charles Laughton, además de tratar el tema de la violencia contra los niños, la película de Vajda conecta íntimamente por sacar la historia del ámbito urbano en que suelen acontecer las tramas del cine negro, llevándola a un ámbito rural.
De ahí que el título original de la película en alemán, “Sucedió a plena luz del día”, resulte especialmente apropiado y elocuente, añadiendo a la propia historia unas estremecedoras dosis de inquietud y dramatismo. Sin embargo, tanto la fotografía como la desasosegante banda sonora beben directamente del expresionismo alemán, tan urbano, cambiando los altos edificios y los rincones oscuros por amenazantes árboles y enigmáticos recodos a la vuelta del camino.
Decíamos antes que en la escritura del guion participó el polifacético escritor suizo Friedrich Dürrenmatt, dramaturgo, novelista, cuentista, filósofo, grafista y hasta crítico de teatro. Habituado a escribir novelas policíacas para los periódicos, que se publicaban en entregas semanales, Dürrenmatt recibió el encargo, en 1957, de escribir un relato que, si gustaba a los productores, sería convertido en guion y, posteriormente, en película.
El autor tenía una consideración muy particular sobre su país, llegando a declarar que “Suiza tiene algo grotesco en su carácter: sus intentos de constante neutralidad se parecen a los de una virgen ganándose la vida en un burdel que pretende, además, permanecer casta”; por lo que decidió escribir una historia sobre lo que él consideraba un problema de interés general, del que no se hablaba lo suficiente en público: los abusos sexuales contra la infancia.
Sin embargo, y a pesar de colaborar en la escritura del guion, no quedó satisfecho con el resultado final del mismo, por lo que Dürrenmatt decidió escribir una novela, “La promesa”, que se publicaría el mismo 1958 y que subtituló como “Réquiem por la novela policial”.
Una novela que comienza con una charla literaria en la que uno de los personajes hace la siguiente declaración de principios: “Por desgracia, en todas esas historias de crímenes subyace aún un fraude mayor. Y con esto ni siquiera aludo al hecho de que en ellas los criminales encuentran su castigo. Pues esos hermosos cuentos han de ser moralistas a la fuerza. Pertenecen al tipo de las mentiras necesarias para mantener el orden social, casi como un refrán piadoso: el crimen no vale la pena”. Y pasa, a continuación, a criticar la lógica racional que los autores imprimen a la resolución de los casos sobre los que escriben.
Una lógica que, en la vida real, la mayor parte de las veces no existe. A partir de ahí, la historia del asesinato de una niña. Y la detención de un ¿falso? culpable. Y la obsesión, por supuesto. Y el azar. Siempre el azar.
Varias décadas después, en 2001, Sean Penn dirigió la igualmente prodigiosa “El juramento”, protagonizada por un inconmensurable Jack Nicholson, en la que la acción se traslada a las zonas rurales del norteamericano estado de Nevada.
Una puesta al día del clásico de Vajda que demuestra la vigencia de una película, “El cebo”, que compitió en el Festival de Cine de Berlín y que ganó el Premio San Jorge a la mejor película española de 1958.
Una obra maestra incontestable del cine español que todo aficionado al Noir debería de ver, sí o también.
Hace unos días escribía en esta columna que es injusto el mantra que le ha caído al Centro Lorca como espacio “que mantiene una escasa actividad desde su inauguración”. Injusto porque no es verdad. Si bien es cierto que al edificio construido en la plaza de la Romanilla le falta la joya de la corona, el Legado del poeta que Laura García Lorca mantiene secuestrado en la Residencia de Estudiantes, es necesario reconocer a los responsables de su gestión la organización de conciertos, exposiciones, recitales poéticos, tertulias, etcétera.
No son citas multitudinarias ni extremadamente populares, pero se trata de propuestas necesarias para una ciudad que quiere hacer de la Cultura su santo y seña. Sin embargo, cada vez que se publica una información sobre los agujeros en las finanzas lorquinas, la estafa del gerente o el desvío de fondos, la información incluye la coletilla de marras.
Son peligrosas, las coletillas. Y de ello hablo hoy en IDEAL. Por ejemplo, aquella sobre la buena gestión económica que el PP había hecho en el ayuntamiento de Granada. Una de esas verdades incontestables que ha resultado ser más falsa que Judas. Y con este tópico, paso a hablar de esas otras coletillas que cada vez cansan más: esas expresiones recurrentes que empiezan teniendo gracia y que no tardan en estar más manidas y sobadas que Operación Triunfo y la famosa Cobra.
El cuñadismo, por ejemplo, ha pasado de ser una definición ingeniosa y compresiva de la realidad social a convertirse en un insulto sin mordiente. Expresiones como “tal no, lo siguiente” o “como si no hubiera un mañana” solo son equiparables a la jerigonza empresarial que habla de sinergias o de capacidad instalada, eufemismos utilizados para enmascarar la realidad.
Sin olvidar esa nefasta terminología propia de la autoayuda, como lo de salir de tu zona de confort o lo de perseguir tus sueños. Esta última solo es admisible si le añades la humorada de que, si no los alcanzas, al menos adelgazas.
Las coletillas son a la retórica lo que los refranes al pensamiento y a la argumentación: pobres recursos que demuestran pereza mental en quien los usa y falta de ingenio en quien los celebra. Ojo: todos los usamos, en uno u otro momento. Lo malo no es el uso, sino el abuso… ¿lo ven? Por cierto, ¿no les parece que, seguir llamando El Coletas a Pablo Iglesias, es el colmo de las coletillas?