Iba caminando cuando me fijé en una mujer guapa y atractiva, de pie junto a una parada de autobús. Antes de llegar a su altura, el SN5 irrumpió con alboroto. Ella subió, se sentó y no sé qué demonios me pasó que, de repente, me encontré poniendo la palma de mi mano sobre la luna de cristal, a la altura de su rostro.
La mujer me miró, lógicamente espantada, y en vez de superponer su palma sobre la mía, de forma que quedaran metafóricamente unidas para la eternidad, le dijo al conductor que saliera a escape, no fuera a ser que aquel pirado se subiera a bordo y le amargara el viaje.
Presa de la desesperación, roto por el abandono y la soledad, subí a casa, esparcí la ropa por el suelo y me metí bajo la ducha, apoyando las manos contra la pared, como si fuera a hacer flexiones de brazos, pero en vertical. Dejé que el agua se deslizara por mi nuca mientras mantenía la cabeza gacha, mirando hacia el suelo… con los ojos muy cerrados.
Cuando el cuarto de baño parecía Londres y mis manos estaban más arrugadas que una almendra garrapiñada, fui consciente de que nadie me estaba mirando y de que aquella pose carecía de sentido, así que salí de la ducha, me sequé, me puse el chándal, freí unas chistorras y me vi un capítulo de “Black Mirror”.
¿Cuántos gestos hemos adoptado como propios a fuer de verlos repetidos en el cine? ¿Cuántos ritos pamplinosos no ejecutamos una y mil veces solo por darnos pisto, por habérselos visto a otros y creer que molan y visten mucho? El imperio del postureo, o sea.
Los mafiosos, por ejemplo, solo empezaron a besar la mano de su Don después de que Puzo y Coppola lo incluyeran en “El Padrino”, que era más costumbre de curas y obispos que de la mala vita.
Por todo ello, si uno de estos días me descubren ustedes enmimismado en algún garito, con la mirada perdida en el vacío y, a mi lado, el portátil o un cuaderno junto a una Milno vacía; no se piensen que ando a la caza y captura de ideas, tropos o metáforas. Solo haciendo haciendo el chorra y dándome aires. Así que no lo duden: acérquense, saluden… y pidan un par de birras. Será muy de agradecer.
Jesús Lens