Qué impacto, salir a eso de las tres y media de la tarde de la oficina y tener que volverme por un paraguas. Encerrado entre las cuatro paredes, no me percaté de que había empezado a llover y de que el adictivo olor a tierra mojada lo impregnaba todo.
Alegría. Alborozo. ¡Fiesta, fiesta, fiesta! Yo creo que no somos en absoluto conscientes del problema que vamos a tener con el agua, más pronto que tarde. De hecho, algunos de los conflictos internacionales de bajo nivel informativo tienen mucho que ver con el control de los grandes acuíferos de los que dependen la vida de millones de personas.
Busquen ustedes información sobre los Altos del Golán y el conflicto entre Siria, Líbano e Israel o las crecientes tensiones entre Egipto, Etiopía, Sudán y otros países africanos por los que discurre el Nilo.
Parece mentira, pero cuánta más tecnología y más acceso a la información tenemos, más inconscientes somos: como cada vez que le damos al grifo sale agua; el tema de la sequía, la falta de precipitaciones y el cambio climático nos resultan ajenos.
Aunque no sé si es inconsciencia o más bien indiferencia, dejadez, olvido y falta de empatía con cualquier asunto que no nos agarre de las tripas para zarandearnos y hacernos reaccionar. Porque cuando no es el 1O es Neymar. Si no, son Rajoy, Sánchez o Susana. O Juana Rivas. O los atascos. O un suceso que nos conmociona. Siempre hay un tema de candente actualidad que no nos permite detenernos y mirar un poco más allá.
Lo escribía hace unas semanas: lo urgente no nos deja ver lo importante. Y el agua es de los temas importantes que, mientras salga del grifo, nunca nos parecerá urgente.
Quizá éramos más conscientes cuando había cortes y restricciones y los camiones cisterna tenían que abastecer a decenas de pueblos de nuestro entorno. Quizá éramos, también, más inteligentes. Aunque no tuviéramos smartphones capaces de predecir que mañana, como ayer y antes de ayer, volverá a hacer sol. Lo que ya no es necesariamente sinónimo de buen tiempo.
Jesús Lens