Ética de trabajo

Resultó emocionante madrugar, el pasado lunes, para ver la retirada de la(s) camiseta(s) de Kobe Bryant en el Staples Center donde Los Ángeles Lakers jugaban contra los Warriors.

Un jugador. Un mismo equipo durante 20 años. Dos camisetas diferentes. Una con el número 8, cuando era joven y descarado. La otra, con el 24, más maduro y conocedor del juego. Kobe Bryant, la Mamba Negra, un jugador de leyenda que, con el 8 a las espaldas, ganó tres anillos de campeón de la NBA y posteriormente, con el 24, otros dos. Gracias a Pau Gasol, entre otras cosas.

 

Kobe es un tipo inabarcable que ha dejado cientos de momentos, imágenes y secuencias para la posteridad, dentro y fuera de la cancha. El pasado lunes, sin ir más lejos, cuando habló del trabajo duro como única fórmula para la consecución del éxito, de levantarse temprano para entrenar. De acostarse tarde por seguir practicando. De no rendirte cuando llegas a casa, cansado y sin ganas nada más que de morirte. Entrenar. Practicar. Trabajar duro.

 

Me acordé de aquel Kobe que, justo antes de unos play off, se destrozaba el tendón de Aquiles durante un partido. Volvió a la cancha, anotó sus dos tiros libres y se retiró al vestuario, recibiendo el encendido aplauso de todo el pabellón, con Jack Nicholson a la cabeza. En el mismo vestuario, todavía con la camiseta puesta, atendía a los medios de comunicación y, conteniendo las lágrimas a duras penas, mandaba un mensaje a sus compañeros: keep playing. Seguid jugando.

 

O su carta de amor al baloncesto, cuando anunció su retirada: “Concediste a un niño de seis años su sueño de ser un Laker, y siempre te amaré por ello, pero no puedo amarte de manera tan obstinada por mucho más tiempo. Esta temporada es lo último que me queda por dar. Mi corazón puede aguantar los golpes, mi mente puede seguir dando batalla, pero mi cuerpo sabe que es momento de decir adiós”.

 

El CB Granada-Covirán tiene dos camisetas retiradas: la de Pablo García y la de Jesús Fernández, dos excelentes jugadores que personifican ese nivel de compromiso del que hablaba Kobe. Cuando vayan a ver el partido de esta noche, cuando disfruten de un acontecimiento deportivo, recuerden que los jugadores lo dan todo: su mente y su cuerpo, pero también su espíritu y su alma, como decía Kobe.

 

Jesús Lens

Transformismo radical

“¡Increíble cómo se ha puesto! ¡Espectacular! ¡Impresionante!”

 

En una secuencia de la brutal -en todos los sentidos de la expresión- película “En realidad, nunca estuviste aquí”, de la directora Lynne Ramsay, el torso del actor protagonista, Joaquin Phoenix, aparece desnudo frente a un espejo. Y, efectivamente, resulta de lo más llamativa la evolución de su físico, una combinación de cachas y adiposidades que da miedo.

Que precisamente de eso se trata. De dar miedo. ¡Y vaya si acojona, su personaje, en pantalla! Joe es un veterano de guerra, un ex-marine que se gana la vida rescatando a chicas jóvenes de las mafias de la prostitución. Y lo hace utilizando métodos expeditivos, por ser políticamente correctos y delicados.

 

El concepto de “tipo duro”, en Joe, alcanza otra dimensión. No hay más que ver el estoicismo con el que la mole de su cuerpo aguanta golpes, palizas, empujones y patadas. Un cuerpo severamente baqueteado y surcado de heridas y cicatrices. Un cuerpo monstruoso, moldeado por la espartana disciplina a la que debió ser sometido en sus tiempos en la Armada y deformado por el abuso de Dios sabe qué sustancias anabolizantes. Una masa humana, vigoréxica y excesiva, que amenaza con desbordar la pantalla en todos y cada uno de los fotogramas.

 

No es fácil de ver “En realidad, nunca estuviste aquí”. Se trata de un brutal -otra vez- ejercicio de estilo que destila ruido, furia y violencia. Para ayudarle a preparar su complicado papel, tal y como comenta Phoenix: “Lynne Ramsay, la directora, me mandó unos archivos de audio con fuegos artificiales y explosiones y dijo: ‘Esto es lo que hay en su cabeza’. Y pensé: ‘Eso es, no hay que decir nada más’. Era perfecto”.

Efectivamente, sin apenas hablar ni gesticular, un Phoenix de tupida barba canosa transmite la tensión de su personaje a través de la enormidad de su cuerpo. Tal y como explica la directora: “era muy interesante verle interpretar a un personaje como este. Pero cuando se hubo metido en ese personaje, parecía El jorobado de Notre-Dame; un monstruo… o un demonio”.

 

Una monstruosa no-interpretación que le reportó a Phoenix el premio al Mejor Actor en el pasado Festival de Cannes, al que la película llegó sin un montaje definitivo, pero que fue suficiente para ganar, también, el premio al Mejor Guion. Lástima, una vez vista la película, que no se llevara la Palma de Oro a la Mejor Película…

 

Por cierto, y antes de seguir avanzando, si ustedes no han visto “Tenemos que hablar de Kevin”, película anterior de la cineasta Lynne Ramsey, anulen cualquier plan que tuviesen para esta noche y rellenen esa laguna a la mayor brevedad posible.

 

La espectacular presencia en pantalla de un Joaquin Phoenix que aprovecha la desmesura de su cuerpo para darle toda la fisicidad posible a su papel, nos recuerda otras impresionantes transformaciones cinematográficas en películas negras y criminales.

 

El auténtico maestro en esto de meterse en la piel -y en las mollas y adiposidades- de sus personajes es Robert de Niro, quien engordó 13 kilos para interpretar a Al Capone en “Los intocables de Elliot Ness”, aunque dado el volumen de su papada y lo rubicundo de su carota, cualquier diría que se había emulado a sí mismo, cuando engordó 30 kilos en 3 meses para interpretar la época crepuscular de Jake La Motta en la mítica “Toro salvaje”, ostentando uno de esos improbables récords de Hollywood.

Cuentan las leyendas que, tras haberse puesto en plena forma para las secuencias de los combates de boxeo, las primeras en ser filmadas por Martin Scorsese, el actor se pasó el rodaje comiendo hamburguesas y pasta y bebiendo refrescos sin parar, hasta mostrar el obeso y abandonado aspecto que presentaba al final de la cinta.

 

Otro actor que decidió echarse kilos de grasa encima para darle credibilidad a su personaje fue Sylvester Stallone, que engordó lo suyo en “Cop Land”, una muy apreciable cinta policíaca de James Mangold, filmada en 1997 y que contó con la participación de Harvey Keitel y Ray Liotta. El potro italiano, cansado de su papel de héroe de películas de acción, decidió darse un baño de realismo con esta película, jugada que le salió bien… aunque no tardó en volver a sus papeles más convencionales.

 

Y está el caso de Christian Bale, que debe tener una genética y un metabolismo a prueba de bombas: lo mismo pierde 27 kilos para su papel de “El maquinista” que coge 44 kilos de puro músculo para interpretar a Batman. O, como en “La gran estafa americana”, se relaja y engorda 20 grasientos kilos para interpretar a Irving Rosenfeld, un empresario pringao y estafador de poca monta.

 

Jared Leto y Matthew McConaughey se quedaron literalmente en los huesos para interpretar sus dolorosos papeles en “Dallas Buyers Club” y, por cuanto a papeles femeninos, hay que destacar a Charlize Theron en “Monster”, que no solo desfiguró su rostro gracias al maquillaje, sino que engordó 13 kilos para dar mayor realismo a su interpretación de Aileen Wuormos, una ex-prostituta que asesinó a siete hombres en dos años de frenética actividad homicida; y por la que ganó el Óscar.

Reza la sabiduría popular que la cara es el espejo del alma. En el cine, el retorcimiento del cuerpo y el transformismo radical son el espejo de la profesionalidad más exigente.

 

Jesús Lens

Fantasmas, ruido y cloacas

De todas las posibilidades para pasar el fin de año, hacerlo bajando a las cloacas parece pestilente, desagradable y poco apropiado, pero podría ser muy necesario.

Fantasmas en el cementerio

Eva Martín alude hasta en dos ocasiones a ese submundo, oscuro e insano, en su alocución sobre el escándalo de las contrataciones fantasma en Emucesa. Acusa al presidente de la Diputación y secretario general del PSOE en Granada, José Entrena, de “no tener ya más cloacas donde esconderse, al ver a sus máximos referentes sentados en el banquillo por presunta corrupción” y, acto seguido, le acusa de “bajar a las cloacas para desprestigiar al PP”.

Se ha enrarecido aún más el ya mefítico ambiente que envuelve a Granada, cuya boina contaminante debería alarmarnos y darnos miedo. El problema es que no está claro que pretende el PSOE denunciado según qué prácticas, pero no llevándolas a los juzgados.

 

El tema de Emucesa, que debemos situar en el haber de Vamos Granada, no en vano fue Marta Gutiérrez quien encargó el informe que ha sacado a la luz las posibles contrataciones fantasma, queda pendiente de la realización de un informe sobre el informe ya realizado… y utilizado por el PSOE para tirar la piedra ¿y esconder la mano?

 

Empiezan a ser muchos los supuestos escándalos que yacían en los cajones del Ayuntamiento y que saltan a las primeras páginas de los periódicos, pero que terminan agonizando ante la indiferencia de los propios denunciantes: TG7, Cegsa, las multas de tráfico sin tramitar…

Sinceramente, y por muchos aspavientos que hagan desde el PP, no da la sensación de que nadie esté descendiendo a las cloacas. Cuando estalló el presunto escándalo-fantasma de Emucesa, la defensa de Pablo García, secretario general del PP en Granada, fue acusar al PSOE de enchufismo generalizado y criticar “el nido de oposiciones a dedo en el que convirtieron la Diputación Provincial”.

 

“¡Ruido, ruido, ruido!”, piden los speakers de los pabellones deportivos, cuando se acerca el final del partido y el contrario lleva la bola. Ruido para tratar de desconcentrarle y ponerle nervioso. Ruido, es lo que hacen los representantes del PP y del PSOE, arrojándose a la cara mil y un escándalos-fantasma que terminan ofreciendo muy pocas nueces al final del camino. Ruido y postureo a raudales, sí. Pero a las cloacas, a enfangarse de verdad y tratar de limpiar los desagües, no baja nadie.

 

Jesús Lens

Esos Jedi atemporales

En este mundo hay dos clases de personas: las que se emocionan en una sala de cine cuando empiezan a verse los rótulos de inicio de todas las películas de la saga Star Wars, vibrando cuando suena la Obertura de John Williams; y las que se aburren y se cansan con las guerras de la galaxias, sintiéndose mayores para disfrutar de esas niñerías.

Yo, ni que decir tiene, soy de los primeros, que me sigo estremeciendo al son de la Marcha Imperial y se me saltaron las lágrimas al reencontrarme a Luke Skywalker en lo alto de su roca galáctico-irlandesa, convertido en un eremita. Por no hablar de la ilusión de a Yoda volver a escuchar y de los grandes avances que he hecho en mi aprendizaje del shyriiwook, el idioma de Chewbacca.

Si a usted, estimado lector, aún le queda algo del niño que una vez fue –o debió ser-, no lo dude y vaya a ver la nueva entrega de Star Wars, “Los últimos Jedi”. Pocas veces, un producto de la cultura pop ha tenido tanto ascendiente en nuestra vida, reuniendo en las salas de cine hasta a tres generaciones distintas de enfervorizados espectadores.

 

Para mi familia ya es un rito anual ir juntos al estreno de la entrega de turno de la franquicia galáctica por excelencia y, al salir del cine, decidir quién es nuestro nuevo personaje favorito de la saga. Que lo mismo puede ser Rey -por la que opta Carmela- que Luke, Leia o, para regocijo de SOY, mi robot, el gran BB-8, el que más le gusta a Julia.

“Los últimos Jedi” dista mucho de ser perfecta, pero ¿a quién le importa? Es larga en exceso y la corrección política resulta demasiado evidente, con esos guiños veganos, animalistas, robóticos y multirraciales. Pero, insisto: ¿Y? Se trata de una película con ritmo, espectacularidad, sentido del humor, estupendas sorpresas en el guion y fenomenales secundarios. Y, sobre todo, se trata de un pedacito de nuestras vidas.

 

Dos horas y media de puro cine que conectan a nuestro yo de hace cuarenta años con el de ahora mismo y, espero, con el que seremos a medida que sigamos acudiendo, puntualmente, a los futuros estrenos galácticos, incluyendo los spin off de Han Solo y de Obi Wan Kenobi. ¿Se puede pedir más, por 6 euros anuales?

 

Jesús Lens

La España vacía… y vieja

El pasado viernes, cenando con Sonia y con Gustavo y Augustin, fundadores e impulsores de la iniciativa Teranga Go, plataforma para organizar viajes colaborativos entre inmigrantes; comentábamos la desconcertante paradoja de que España sea cada vez más vieja, con tasas de crecimiento demográfico negativas, mientras que seguimos aplicando políticas migratorias brutalmente restrictivas.

En España mueren más personas de las que nacen. Y no es algo puntual: viene ocurriendo en los tres últimos años. La tasa de envejecimiento de la población ha pasado de preocupante a alarmante y todo el sistema de pensiones sobre el que se sustenta el Estado del Bienestar está más amenazado de extinción que el lince ibérico.

 

Un país, además, en el que un libro como “La España vacía”, de Sergio del Molino, puso de relieve otra de las grandes tragedias de nuestro siglo XXI: el abandono de cientos de pueblos que, poco a poco, se van quedando abandonados, vacíos y en estado ruinoso. Pueblos en los que la falta de gente fuerza a que se cierren los dispensarios médicos, los colegios, las boticas, los cuartelillos…

Mientras, Andalucía y las Canarias no dan abasto para atender a los miles de inmigrantes que se juegan la vida para llegar a España, en busca de un futuro mejor. “Atender” como eufemismo, por supuesto. Que, con los inmigrantes, se trata de retener y expulsar, en la medida de lo posible.

 

De todas las paradojas provocadas por la aberrante desigualdad que asola a nuestro mundo, la de las España vieja y vacía que expulsa a los inmigrantes que vienen a nuestro país con ganas de trabajar para ganarse la vida es una de las más contradictorias.

 

Siempre que se habla de estos temas es habitual recurrir a conceptos como control, mesura, orden, racionalidad, seguridad, etcétera. Que si pueden colarse potenciales delincuentes, que si el peligro del terrorismo, que si hay que atraer talento, que si… Que sí. Que todo lo que ustedes quieran.

 

Pero el hecho incuestionable es que España es un país cada vez más viejo, cada vez más vacío, cada vez más desatendido, cada vez más obsoleto. Y que, en poco tiempo, la inmigración será una necesidad perentoria. Y entonces sí nos encontraremos con un auténtico problema: asimilación, integración, cultura, convivencia…

Temas poco apropiados, quizá, para las Navidades. Aunque, en realidad, este debate siempre resulta ingrato e incómodo…

 

Jesús Lens