Hay un momento, hacia la mitad de la gran obra maestra de Guillermo del Toro, en que la criatura de su película, un extraño ser anfibio con aspecto de alienígena, se encuentra en mitad de un antiguo cine, completamente vacío, en el que se proyecta una película clásica.
Resulta extraño contemplar a la criatura, fascinada con lo que ocurre en pantalla, mientras los asientos de la platea del Orpheon están tristemente abandonados. ¿Se ha convertido, ir al cine, en una actividad propia de seres de otro mundo?
Ver “La forma del agua”, dos horas de cine puro, exquisito e insinuante, hace que te plantees preguntas como esa. Y otras muchas, de diverso jaez. Porque Del Toro, a la vez que cuenta una historia de amor como las de antes, plantea un montón de interrogantes al espectador contemporáneo, sugiriéndole temas para el análisis y la reflexión.
Sobre la figura del monstruo, por supuesto. Porque en su película hay uno, bien grande y aterrador. Y no es el de ojos saltones y branquias, precisamente.
Uno sale de la película, emocionado, dándole vueltas a lo que supone ser diferente en un mundo clónico en que cada vez está peor visto salirse de la norma y tratar de ir por libre.
“La forma del agua” ilumina a las personas invisibles de la sociedad, a la gente al margen, arrinconada, minimizada y marginada. Y lo hace filmando la magia, sin necesidad de caer en lo panfletario, en lo sensiblero o en lo lacrimógeno. Estamos ante una love story que cautivará a todos los espectadores con capacidad para dejarse fascinar por la ilusión, a través de una narración clásica repleta de matices y texturas en pantalla. ¡Y carente de cualquier remilgo o vergüenza!
Hace unas semanas, hablando sobre el maestro del cómic Will Eisner, José Luis Munuera decía que ningún dibujante ha sido capaz de conseguir que llueva tan bien en sus viñetas como el autor de “Contrato con Dios”.
Lo mismo ocurre con “La forma del agua”, una película repleta de simbología sobre ese oro líquido, cada vez más preciado y escaso, que es el H2O. Una película que respira y rezuma agua por sus cuatro costados.
¿Y saben lo mejor? Que, cuando fui a verla, el sábado por la noche, el cine estaba a reventar y no quedaba una sola butaca vacía. ¡Justicia poética!
Jesús Lens