Lo confieso: desde que tengo uso de razón, quise ser espía. Pero también lo reconozco: desde que era un moco, no tenía aptitudes. Y miren que la cosa empezó bien cuando me apunté a Taekwondo, pero no pasé del cinturón amarillo. Y con el inglés, que tampoco se me daba mal. Pero nunca conseguí perder mi acento zaibrish, demasiado revelador.
Luego empecé a crecer. Y me planté por encima del 1,90. Demasiado para pasar inadvertido, algo básico en el manual del buen espía. Además, soy torpe y desmadejado y mi proverbial sentido de la orientación hace que llegue a perderme en el pasillo de mi casa.
Cuando cayó el Muro, un nuevo horizonte se abrió en los servicios de inteligencia de los países, con aquella fallida profecía del Fin de la Historia. Que menudo visionario, Fukuyama. Pero yo seguí sin encajar. Porque tecnológicamente soy tirando a achantado. Y un espía que no se manejara con la incipiente chismología, ni podía ser espía ni podía ser nada.
Aun así, no desistí y me hacía querer: había leído que los reclutadores de espías estaban en las aulas universitarias, todo ojos y oídos para detectar el talento. Allí me tenían en las bancadas, tratando de decir cosas intelectuales entre clase y clase, a ver si colaba. Y en la cafetería, pero todo el mundo parecía jugar al mus…
En mi haber, les confieso que una ve seguí a un tipo. Me lo propuse a modo de entrenamiento. Elegirle al azar y seguirle hasta que cejara en su caminata. Pero tuve mala suerte: el tipo era un andarín descomunal y no parecía cansarse de callejear. Eso, o que le habían echado de casa. El caso es que, cuando llevaba una hora de seguimiento, el individuo pasó por delante de la Librería Urbano. Y allí me quedé, dando por terminado el ejercicio.
Es posible que mi afición al noir venga de ahí, de mi frustración por no haber podido ser espía. Tampoco es que quisiera ser el Tom Cruise de “Misión: imposible”, me angustiaba ser el Smiley de John le Carré y, visto lo visto con Julian Assange, antes pediría asilo político en Tabarnia que mezclarme con Wikileaks.
Ahora son la Inteligencia Artificial y el Big-Data los que lo petan, pero camino de los cincuenta, me temo que este tren tampoco lo cojo. ¡Maldita sea!
Jesús Lens