Utilizamos con tanta alegría determinadas palabras que terminamos por devaluar su significado. Nos acostumbramos a ellas, las pronunciamos sin límite, normalizamos su escucha y las aplicamos tan generosamente que las desvalorizamos. Entonces, cuando el hecho que describen deja de ser una metáfora o una exageración y se produje realmente, cuando el auténtico significado ya no es un recurso dialéctico utilizado para epatar o insultar y se convierte en una amenazadora realidad; nos encuentra cansados y sin fuerzas, incapaces de reaccionar.
Nos está pasando con el fascismo, una de las palabras más ridículamente utilizadas en estos años de tontuna e idiocia intelectual, aplicada a las situaciones más variopintas, y que hemos hecho nuestra con una facilidad extrema.
Hemos banalizado tanto el concepto que, cuando el fascismo está llegando, el fascismo de verdad, no sabemos cómo reaccionar frente a él. Para unos, ilusos ellos, el fascismo es un resabio del pasado que, en forma de algaradas, sables y tacones militares, no representa amenaza alguna: no hay más que asomarse a la calle para darse cuenta de que no hay nada de eso en nuestro entorno.
Para otros, todo es fascismo. La Transición y la Monarquía son hijas del fascismo. La bandera es fascista. El PSOE tiene comportamientos fascistas. El PP es más fascista todavía. Ciudadanos, mucho más fascista aún. Los partidos nacionalistas son fascistas. La policía es fascista. La Guardia Civil es fascista. Y entonces llega Vox. Y cuando hace su aparición en escena, con su discurso claramente xenófobo y racista, ultranacionalista y belicoso; apenas nos quedan carnés fascistas para repartir, que ya estaban todos cogidos.
Entre peleas dialécticas, juegos florales y reparto de cartas de pureza democrática, los partidos tradicionales se enzarzan en folletaícas varias y discusiones estériles, pero no plantan cara de forma decidida a la auténtica ponzoña que contamina a los regímenes democráticos: la corrupción. Esa corrupción que indigna a los ciudadanos y asquea a los votantes, auténtico caladero de votos para políticos populistas que saben cómo canalizar el desencanto y el hartazgo de la gente.
La corrupción y la desigualdad creciente de las sociedades, el paro estructural y la pobreza de facto de amplias capas de la población; animan a más y más gente a decantarse por opciones políticas de corte indisimuladamente fascista, por mucho que se presenten con la barba bien recortada en vez de con afilado bigotito.
Jesús Lens